El chico de la Ventana

Presentando a cuatro chicas

—¿Señorita Pretelt, podría repetir lo que acabo de decir?

Giré la cabeza tan rápido que sentí que mi cuello protestó. La voz del profesor de literatura sonaba igual de amable que una puerta oxidada, y allí estaba él: recostado en su escritorio, gafas a media luna, leyendo un fragmento de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Supe al instante que estaba en problemas.

¡Oh, diablos!

En serios problemas.

Ese libro era su obra favorita y, para él, no prestarle atención debía de ser como escupirle al mismísimo Nobel de Literatura. Vamos, que era un sacrilegio.

Y sí, definitivamente estaba en problemas.

Pero no era mi culpa. De hecho, Cien años de soledad también estaba en mi top de favoritos (lo había leído como cinco veces), pero esa mañana mi mente estaba en otra parte. Me había sentado pensando que sería otro día monótono: misma clase, mismo profesor, mismo cereal aburrido de siempre. Hasta que vi algo por la ventana.

Una pareja.

Una pareja leyendo.

En serio, leyendo.

Con el bombardeo de redes sociales, videos tontos de gente haciendo nada y todo ese ruido digital que nos rodea, ver a dos jóvenes con libros en la mano fue casi un milagro. Y, lo admito, algo hermoso.

Él la rodeaba con el brazo mientras sostenía su libro con la otra mano; ella apoyaba la cabeza en su pecho, sujetando el suyo con delicadeza. Cada tanto, se regalaban pequeñas muestras de cariño que me hacían sonreír como una tonta. Ella le rozaba los nudillos y besaba sus dedos distraídamente; él la acomodaba para tenerla más cerca y le besaba la coronilla como si no hubiera nadie más en el mundo. No creo que tuvieran más de 23 años, pero allí estaban, desafiando el cliché de que el amor joven es superficial.

Ella sonrió, señalando un pasaje de su libro. Él echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas.

—Increíble —susurré—.

Y, sin darme cuenta, sonreí como si estuviera allí con ellos.

Me pregunté mil cosas: ¿cómo se habrían conocido?, ¿cuál sería su historia de amor?, ¿habían tenido que luchar por estar juntos? Pero la pregunta que más me dolió fue otra: ¿cuándo iba a tener yo algo así?

El pensamiento me deprimió. Estaba en mi penúltimo año escolar, nunca me habían besado, nadie me había dado una carta de amor ni una mísera flor. Nadie se había declarado, ni una sola vez. Y tampoco es que me interesara alguien en mi colegio… pero igual dolía.

Normalmente era de las mejores en clase: participativa, monitora, siempre levantando la mano (pero sin llegar a ser la "sabelotodo" odiosa). Por eso, cuando el profesor me pescó en las nubes, todos se quedaron boquiabiertos.

Tragué saliva y miré el libro en sus manos. El separador era su lápiz marrón, el mismo color depresivo que usaba para corregir exámenes. Ese tono no salvaba ni un cinco.

Noté que el separador estaba al inicio del libro. Tal vez estaba en el primer capítulo… ¿y si me arriesgaba?

Respiré hondo y recité de memoria:

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos."

No levanté la mirada. Temía que me dijera algo tipo: “Señorita Pretelt, vamos por el segundo capítulo, ¿a quién cree que engaña?”.

Pero la regañada nunca llegó. Cuando me atreví a mirarlo, solo vi al profesor sonriendo y negando con la cabeza.

—Bien, sigamos —dijo.

Volví a respirar. Y, como una idiota, volví a mirar hacia la ventana.

Después de clase, me dirigía a la salida para estirar un poco las piernas cuando un huracán llamado Susana Torres me embistió.

—¡Préstame tus apuntes de historia! —dice mascando un chicle de fresa que, sinceramente, odio. Ese color le quedaba horrendo en sus labios.

—Hoy hay examen, ¿de verdad crees que alcanzaremos a repasar algo? —intenté esquivarla, pero Susana extendió su brazo y me zarandeó.

—¡¿Hoy hay examen?! —repitió como si acabara de descubrir que el mundo se acaba.

Quise poner los ojos en blanco, pero ya debería estar acostumbrada a sus escenas. Por amor a Dios, ¡estábamos en la misma clase! Incluso fue ella quien más se quejó cuando el profesor anunció el examen un viernes.

—No importa, tú me explicas —dijo, con esa autoridad de reina que la caracteriza.

Con Susana es inútil discutir. Su poder de persuasión es tan grande que hasta podría convencer a un gato de que se deje bañar. La experiencia me enseñó que lo más sensato es decirle que sí desde el inicio; así te ahorras tiempo, saliva y dolores de cabeza.

El profesor de historia decidió cambiarme de puesto, probablemente porque Susana parecía más interesada en preguntarme qué llevaba para el almuerzo que en responder el examen. Cuando la vi desesperada al otro lado del salón, supe que estaba perdida.

—¡Alexa Pretelt, estás muerta! —me gritó apenas entregó su hoja en blanco. Todo el salón se giró para ver el espectáculo.

—¡El profesor me estaba vigilando! ¿Qué querías que hiciera? —mentí descaradamente.

—Estudia la próxima vez —intervino Bárbara con una sonrisa traviesa.

Bárbara Román, mi mejor amiga desde primer grado, cuando me dijo que mis ojos parecían “miel derretida” (todavía no sé si fue un cumplido o una frase sacada de un poema de primaria) decidí que me sentaría junto a ella en el recreo. Bárbara tiene un humor tan raro que se ríe absolutamente de todo, especialmente de nosotras. Dice que somos sus payasitas de circo, pero su risa es tan contagiosa que es imposible no unirse.

Es alta, con cabello cobrizo y ojos color ámbar. Todos los chicos andan detrás de ella, pero es tan reservada que ni se entera. Ama las películas hindúes y la fotografía, una combinación extraña que de alguna manera le funciona.




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