El chico de la Ventana

La peor Vergüenza

Camino despacio hacia casa. Liz y Bárbara ya se han quedado en el camino; sus casas quedan más cerca que la mía. Me toca recorrer sola casi medio kilómetro y, cada vez, me arrepiento. No me gusta caminar sola: le da tiempo a mi vocecita racional para despertarse y molestarme.

—¿En qué estabas pensando? —murmura en mi cabeza.

Y como dice mi abuela, “hablando de Roma…” Ahí está ella, mi voz interior, burlona.

—Bueno, por lo menos tenía razón —suspiro—. Ni yo recuerdo en qué estaba pensando. Eso pasa cuando te ausentas mentalmente justo en la clase donde eres el centro de atención.

El sol me pega en la cara y la mochila me pesa como un castigo. Me quejo en silencio, aunque en el garaje tengo un convertible en perfectas condiciones, de esos que cualquier adolescente mataría por conducir. Yo me rehúso a usarlo porque es demasiado llamativo y lo de llamar la atención nunca ha sido lo mío.

—Entonces, ¿de qué te quejas del sol? —me reprende mi vocecita racional, haciendo puchero.

Yo me río, pero cuando me doy cuenta ya estoy frente a mi puerta.

Como siempre, saco la llave del caos que es mi mochila, abro, dejo la mochila y el uniforme en el mismo lugar en que mi madre me ha dicho mil veces que no los deje… pero ahí van otra vez, inconscientemente.

En la cocina me espera la única “conversación” que mi madre y yo tenemos entre las 3 y las 6 p. m.: una nota en el refrigerador, sostenida por un imán en forma de naranja. Últimamente, hablamos más con el decorador de la nevera que entre nosotras.

Hola hija:
Hice lasaña. Caliéntatela en el microondas.
Besos, mamá.

P. D.: Guárdame un poco.

Odio la lasaña, pero ni mi madre sabe eso. Arrugo la nota, la lanzo a la basura… y fallo. Suspiro, saco huevos del refrigerador y me dispongo a hacer una tortilla: lo único que sé cocinar.

Enciendo el televisor para romper el silencio —no me gusta—, bato los huevos, pico jamón, al sartén… y ¡tarán! Tengo mi gran comida gourmet. Me sirvo en un plato, saco un jugo de naranja y me siento en la mesa, que ahora me parece demasiado grande.

La casa es grande, con muebles de madera rústica pero elegantes —eso dice mi mamá—. A mí me parecen normales, aunque admito que le dan frescura al ambiente. Las paredes están llenas de fotos: mis padres jóvenes, mi hermano cuando era bebé y “hermoso”, y yo a los catorce con frenillos. Horrenda. Por suerte, ya no los tengo.

Subo a mi habitación y me tiro en la cama. Ni siquiera me doy cuenta de que me quedo dormida.

—¿Sabías que se vendió la casa de al lado? —dice mi madre, entusiasmada.

—¡Así que tendremos nuevos vecinos! —respondo. Mi madre tiene la manía de hornear un pastel de manzana cada vez que alguien se muda al suburbio. Su ritual para demostrar que somos “buenos vecinos”. Me acerco a ella con mis ojitos de borrego.

—Pero, ¿me haces un favor? —le pido.

—Dime, hija… —ya me ve venir.

—No me obligues a llevar un pie de manzana.

Mi madre pone las manos en la cintura.

—Alexa, solo lo hago para mostrar que somos buenas personas.

—Somos buenas personas, mamá —reitero—. Un pastel no hará la diferencia. Con el tiempo, ellos mismos se darán cuenta.

—¿Ya cenaste? —cambia de tema—. Porque encontré la lasaña intacta en el microondas, ¿eh?

—No, mamá —mascullo mientras me levanto rumbo a mi cuarto—. No me gusta la lasaña.

Mi cuarto es mi refugio. Cuando entro ahí, significa que nadie puede molestarme. Y, para ser justa, esa es una de las pocas cosas que me gusta de mi madre: sabe darme mi espacio.

Me pongo mi pijama —una camiseta vieja de mi hermano en la universidad, gastada y algo transparente, pero comodísima—.

Estiro el cuerpo y camino hacia la ventana. Mi madre la odia: dice que es demasiado grande y que cualquiera desde afuera podría verme. Pero este es un barrio tranquilo, así que no me preocupo. Igual, ella compró unas cortinas naranjas gigantes para darme privacidad.

Abro más las cortinas, levanto el vidrio para respirar el aire de mayo, cierro los ojos… y cuando los abro, en la ventana de la casa de al lado, un chico con chaqueta de cuero negro está ahí. Parece inspeccionar la habitación. Pero al sentir mi mirada, se gira y me observa.

Mi respiración se detiene.

Es… es demasiado guapo. Ojos verdes como esmeralda, cabello tan negro como el carbón y una mandíbula delineada por un dios generoso.

De repente, soy consciente de mi aspecto. Oh, no. Mi cabello alborotado. La horrible camiseta vieja. ¡Y transparente! Decido cerrar rápido el vidrio, pero no me doy cuenta de que la tela queda atorada. Cuando me devuelvo para cerrar las cortinas, la camiseta se rasga con un ruido seco.

Me paralizo. Siento la brisa en el estómago y, para mi horror, me doy cuenta de que estoy parcialmente desnuda.

Desnuda de la cintura para arriba.
Desnuda mostrando mis pechos.
P-E-C-H-O-S.

¡Infiernos!

Levanto la vista. Él está ahí, con los ojos muy abiertos, como si nunca hubiera visto semejante espectáculo.

—Santa madre… —murmura.

Yo me cubro el pecho, me resbalo como gusano hasta el suelo y, desde ahí, cierro las cortinas a ciegas.

—¿Por qué siempre me pasan estas cosas? —gateo hasta la cama y me meto debajo, tapándome con las manos, buscando consuelo en la oscuridad.

*****

Cuando nos acostamos con un pensamiento en la cabeza, pasa una de dos cosas: o nos asalta en sueños o es lo primero que recordamos al despertar.

El despertador suena.

—¿Qué hora es? —intento levantarme, pero mi cabeza choca con la tabla de la cama—. ¡Ay!

—¿Dónde diablos estoy? —Ah, debajo de la cama.

Mis manos tocan la tela desgarrada de la pijama y el recuerdo me golpea como un ladrillo: la ventana, la camiseta, yo desnuda… y el chico.

—Oh, no.

Intento salir y me vuelvo a golpear la cabeza. Este día va a ser una completa desgracia.




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