Había pensado en mil excusas para huir el resto de la clase—dolor de cabeza, estómago revuelto, cualquier cosa servía—pero no tuve el coraje. Él me recordaba, era obvio, pero la última en admitirlo sería yo.
Cuando sonó la campana del descanso, salí disparada. Fui la primera en atravesar la puerta, sin esperar a las chicas, mientras todos me miraban raro. Me refugié en el baño, me lavé la cara y me miré en el espejo.
—Cálmate, Pretelt. No eres así. Solo es un estúpido chico y un estúpido accidente —me regañé en voz baja.
Justo en ese momento entraron las demás.
—¡Gracias por esperarnos! —bufó Susana, acomodando su cabellera negra frente al espejo.
—Sí, saliste disparada. ¿Estás bien? Te ves pálida —preguntó Liz, con su tono siempre preocupado.
—Estoy bien. Solo que no desayuné —mentí con toda la convicción que pude.
Pero Susana no tardó en llevar el tema donde más dolía.
—¿Se fijaron en el chico nuevo? ¿Guapo, verdad?
Genial. Ahora iban a hablar de él.
—Susy, a ti todos te parecen guapos —la piqué.
—Bueno, pero este es más que guapo. Está… realmente guapo —dijo Bárbara, sonrojándose.
La miré boquiabierta.
—¿En serio? De ti no lo esperaba, Bárbara. Ahora solo falta que Liz también lo diga.
Liz bajó la mirada, colorada como un tomate.
—Yo… bueno… —balbuceó.
—¡No puede ser! —exclamé—. ¿Tú también? Es solo un chico con buen cabello, nada más.
Susana casi se atraganta de la risa.
—¿Nada más? ¡Y sus ojos verdes como pasto salvaje, su altura, ese cuerpo atlético…! —se retorció como gusano, pasando las manos por todo su cuerpo.
Las tres nos sonrojamos, y ella aprovechó para señalarnos con un dedo acusador.
—¡Ajá! Todas se pusieron rojas.
—Yo no —mentí con descaro.
—Sí lo hiciste. Eres pésima mintiendo cuando estás nerviosa, Alex —me desenmascaró Liz.
Antes de que pudiera responder, entraron tres porristas de 11B, con sus voces chillando como si tuvieran un micrófono invisible.
—Ese profesor sí que está guapo.
—¿Y vieron al chico nuevo de 10A? Está buenísimo.
—¡Por favor, Tania, asalta cunas! —se burló otra.
Las chicas y yo nos miramos y, con solo un gesto compartido, supimos que era momento de escapar.
***
En la cafetería, mis amigas casi me arrastraron porque, según ellas, necesitaba comer algo. El lugar era como un mapa social: los populares reinaban en el centro, los nerds se exiliaban cerca de los baños y nosotras ocupábamos una mesa neutral, a un lado del pasillo.
La comida no era gran cosa, pero al menos no mataba. Y claro, los pasteles de arándano eran infaltables. Lo que también era inevitable eran los jugadores sudorosos del equipo de fútbol rondando a Bárbara.
—Anda, Barbie, sal conmigo este sábado —le rogó uno, dejando caer gotas de sudor en la mesa.
Ella se puso rígida.
—No me llames Barbie. Soy Bárbara. Y estoy ocupada.
—¿Y cuándo me dirás que sí? —insistió él.
—Algún día —respondió, con la clásica frase comodín que no compromete a nada.
El chico entendió el mensaje y se alejó. Al menos no era tan idiota.
—¿Y tú qué vas a pedir? —me preguntó Liz.
—Tengo hambre. Una hamburguesa, creo.
Cuando fui por mi comida, lo vi. El chico de la ventana. El que me había visto medio desnuda. Simón… ¿o cómo era que se llamaba? No importaba. Seguro se sentaría con los populares y yo podría seguir ignorándolo. Pero lo vi, perdido, como si no supiera dónde sentarse. Claro, primer día, sin amigos, y aunque fuera guapo, eso nunca lo hacía más fácil.
—Chica, ¿vas a pedir algo o qué? Estás estorbando —gruñó la vieja Berta detrás del mostrador.
—Eh… sí. Una hamburguesa, un refresco de manzana y un pastel de arándano.
Volví con mi bandeja, dispuesta a comer tranquila, cuando una voz chillona casi me rompe un tímpano:
—¡Simón, aquí! —gritó Susana, mostrando todos sus dientes.
Tragué saliva.
Él dudó un segundo, pero terminó sentándose en nuestra mesa. Yo, en automático, decidí ignorarlo.
—Simón, ¿cierto? —le preguntó Liz.
—Sí —respondió él con calma.
—Yo soy Susana, ella es Liz, esta es Bárbara y…
—Se me olvidó la servilleta, ya vuelvo —interrumpí, levantándome a toda prisa.
Mi plan era perfecto: fingir que buscaba una servilleta, perderme diez minutos y volver cuando él ya no estuviera. Pero justo cuando me giré, sentí su mano rozar mi brazo.
—Espera, Alexa. No te vayas —me dijo con voz firme.
Me congelé.
¿Cómo demonios sabía mi nombre?
—Necesitamos hablar de lo que pasó —continuó, sin apartar sus ojos verdes de los míos.
Todas las miradas de la cafetería estaban sobre nosotros. Sentí un cosquilleo de pánico en la nuca.
—Aquí no —alcancé a susurrar—. ¿No te das cuenta de que somos el centro de atención?
Mi voz sonó sorprendentemente tranquila, aunque por dentro las piernas me temblaban como gelatina. Después de tanto evadirlo, el enfrentamiento había llegado. No estaba lista, ni de cerca. Pero si algo tenía, era orgullo. Y no pensaba dejar que él me intimidara.
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Editado: 29.07.2025