El chico de la Ventana

La mano que sostiene el arma

El maldito estaba de vuelta.

El maldito había escapado de prisión.

El maldito ahora tenía un cómplice.

—Vas a tener que matarnos a las cuatro —sentencié, colocándome delante de Bárbara.

—También vengo por ti, Alexandra. —Sonrió, mostrando la pistola como si fuera una extensión de su mano—. Ahora, entren todas o le adorno la frente a tu amiga con un agujero.

Apreté las bolsas de compra entre mis manos sudorosas. Bárbara temblaba sin control, Liz lloraba en silencio, y Susana fulminaba al bastardo con la mirada, aunque su mandíbula estaba tan tensa que parecía que se le partiría. Lentamente, comenzamos a caminar hacia la camioneta. Mi mente gritaba una sola verdad: si entramos, vamos a morir.

—Suelten las malditas bolsas y las mochilas —ordenó, apuntándonos con el arma.

Las dejamos caer al suelo. Aproveché la distracción para alcanzar el gas pimienta del llavero que nos había dado la señora Edith. Miré a Bárbara y ella apretó los labios antes de asentir. Tenía que pensar rápido, pero apenas di un paso hacia la camioneta, el maldito me agarró del brazo con una fuerza brutal. El llavero cayó al asfalto.

Me apuntó a la cabeza.

—Alexandra, Alexandra… —canturreó, con esa voz que siempre me revolvía el estómago—. No creas que he olvidado lo que me hiciste la última vez. Zorra.

Me apretó el brazo con tanta violencia que un grito se me ahogó en la garganta.

—Entren todas de una vez o le vuelo los sesos a su amiga para decorar la maldita acera.

Susana, la más fuerte de nosotras, perdió el color. Sus labios temblaron mientras mordía uno con rabia, y una lágrima solitaria, esa que nunca dejaba escapar, resbaló por su mejilla. Liz puso las manos en la cabeza, como si estuviera rindiéndose, y Bárbara tragó saliva antes de alzar las manos.

¿Cómo demonios nadie se da cuenta de que nos están secuestrando?

El bastardo nos obligó a subir primero. Luego me empujó con violencia dentro de la camioneta, como si fuera un saco de papas, y mi cabeza golpeó contra la ventana. Por suerte no me desmayé. Tenía que estar alerta.

El interior de la camioneta olía a cigarro rancio y alcohol, exactamente como él aquella noche. No había nada más que un colchón mugroso en el suelo, cinta adhesiva, cuerdas de nailon, bolsas negras y los asientos del conductor y copiloto. Todo un escenario para la pesadilla que planeaba.

—¡Conduce rápido! —escupió al tipo que manejaba. Él llevaba un pasamontañas negro y guantes de cuero. Supongo que como el bastardo ya lo conocíamos, ni siquiera se molestó en ocultar su rostro.

Nos obligaron a sentarnos en el suelo. Mi vista no podía apartarse del colchón, ese maldito colchón.

—Te has puesto muy bella, Bárbara… —susurró el bastardo, aunque no dejaba de apuntarme con el arma mientras devoraba con los ojos a mi amiga.

El estómago se me retorció con asco.

—Pero primero me divertiré con Alexandra —sentenció, con una sonrisa que me heló la sangre.

Con el cañón de la pistola me acarició la mejilla.

—Tú y yo nos divertiremos en ese colchón… —me susurró, acercando su rostro al mío. Olió mi cabello y, sin esperar respuesta, se abalanzó sobre mí, mordiéndome el cuello con una violencia que me arrancó un grito.

Grité.

Y Bárbara gritó conmigo.

—¡Maldito infeliz! —rugió, lanzándose sobre él con la furia de una leona—. ¿Crees que voy a dejar que vuelvas a lastimarla?

Usó todo su peso para distraerlo. En un movimiento desesperado, Bárbara sacó el taser y lo descargó contra su cuerpo.

El bastardo gritó.

Liz reaccionó en un segundo, rociándolo con el gas pimienta. Yo, aún con la adrenalina quemándome la piel, le di un puñetazo directo al rostro. El arma cayó al suelo con un golpe seco.

Susana no dudó ni un instante: se lanzó sobre la pistola y la apuntó al conductor, directo a la cabeza.

—¡Para el maldito auto o te vuelo los sesos! —gritó con una determinación feroz.

El vehículo se detuvo tan bruscamente que todas caímos al suelo. El cómplice, el del pasamontañas, saltó del auto y salió corriendo sin mirar atrás.

Susana temblaba, pero no apartó la pistola del bastardo, que yacía en el suelo, aturdido y ciego por el gas.

—Voy a disfrutar esto… —susurró. Y antes de que alguna pudiera detenerla, disparó a su rodilla.

El sonido del disparo me rompió los oídos.

Nos quedamos congeladas.

El bastardo gimió de dolor, pero Susana ni siquiera parpadeó. Era como si hubiera nacido sabiendo disparar.

—No vas a volver a lastimarnos nunca más —gritó, con las lágrimas mezclándose con su furia—. ¿Crees que somos las mismas niñas de hace diez años? ¡No!

—Susana… baja la pistola —dije, con la voz temblorosa.

Ella me miró, como perdida en un abismo.

—Quiero matarlo, Alex… —susurró.

—Lo sé. Yo también… pero no servirá de nada.

—Él nunca se detendrá… —Su voz se quebró, y el miedo en ella me golpeó.

—Eres mejor que eso —intervino Liz, con una calma imposible para la situación—. No te servirá de nada cargar con este infeliz en tu conciencia.

—Por favor —suplicó Bárbara, con lágrimas en los ojos—. Vámonos a casa.

Susana cerró los ojos, como si estuviera librando una guerra dentro de su mente. Luego dejó caer la pistola. Y se derrumbó. Todas nos derrumbamos con ella.

La adrenalina se desinfló en nuestros cuerpos como una bomba que pierde la mecha. Solo pude abrazarla con todas mis fuerzas y susurrarle:
—Fuiste muy valiente.

—Todas lo fuimos —respondió ella, con un sollozo ahogado. Bárbara y Liz se unieron al abrazo, y terminamos llorando juntas, como niñas asustadas que por fin podían respirar.

El bastardo estaba inconsciente… o al menos eso parecía.

—Salgamos de esta maldita camioneta —dijo Susana después de unos minutos, con voz ronca—. No puedo estar aquí ni un segundo más.




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