La tarde de primavera olía a césped recién cortado y a palomitas de maíz. El sol comenzaba a descender, pintando el cielo con un tono anaranjado que se mezclaba con el bullicio de las gradas. Susana se acomodó el cabello detrás de la oreja mientras aplaudía con entusiasmo: su primo Marco estaba a punto de batear.
—¡Vamos, Marco! —gritó levantando las manos.
Su tía la imitó con una sonrisa orgullosa, y varios primos pequeños brincaban como si ellos mismos estuvieran en el campo. El sonido metálico del bate golpeando la pelota retumbó en todo el estadio local, arrancando vítores. Marco corrió con todas sus fuerzas hacia primera base.
—Ese es mi hijo —dijo la madre de Marco, con voz emocionada—. ¿Viste, Susana? Tiene talento.
—Sí, tía, lo vi. ¡Qué bárbaro! —respondió ella, riendo.
El partido transcurrió con esa calidez de domingo familiar. Las risas, las voces mezcladas, los vendedores ambulantes ofreciendo refrescos y nachos, todo formaba una burbuja segura. A Susana le gustaba estar allí, aunque había tenido otros planes para la tarde: estudiar con una amiga en la biblioteca del centro. Prometió que llegaría después del partido, y ahora comenzaba a pensar en cómo trasladarse.
Cuando el marcador se cerró con la victoria del equipo de Marco, la gente se levantó poco a poco de las gradas. La familia lo fue a felicitar cerca de la reja. Susana abrazó a su primo sudoroso, que sonreía con orgullo.
—¡Bien jugado! —le dijo.
—Gracias, prima. ¿Te quedas a la cena? —preguntó él.
—No puedo. Tengo que ir a la biblioteca con Renata. Tengo un examen la próxima semana.
—Qué aplicada. Bueno, suerte —dijo Marco, secándose con una toalla.
La familia comenzó a organizarse para irse junta en un par de coches. Su tía le ofreció llevarla, pero Susana no quiso incomodar.
—No te preocupes, tía. Pido un taxi y ya está —aseguró.
El bullicio se dispersó poco a poco. El cielo tenía ya un tinte violeta. Susana se quedó sola frente al pequeño estadio, esperando con el celular en la mano. Abrió la aplicación de transporte, pero no aparecía ningún auto disponible. Lo intentó dos veces más, caminando despacio hacia la avenida. Nada.
Un ligero nerviosismo le recorrió la espalda.
—Genial —murmuró—. Justo hoy no hay taxis.
Le quedaba la opción de tomar un autobús, pero tendría que caminar varias cuadras hasta la parada, y no estaba segura de que pasaran seguido a esa hora. Guardó el celular en la bolsa y se cruzó de brazos, dudando. Fue entonces cuando escuchó el ronroneo suave de un motor acercándose.
Un Audi blanco A2 se detuvo justo frente a ella. El auto parecía recién lavado, brillante bajo la luz del atardecer. La ventanilla del copiloto se bajó lentamente, y un chico de su edad asomó la cabeza.
—¿Buscas taxi? —preguntó con una sonrisa.
Susana dio un paso atrás, sorprendida.
—Ah… sí, bueno… —balbuceó.
—Si quieres te llevo. —El chico levantó ligeramente la mano, como saludando—. No pienses mal, ¿eh? Simplemente vi que estabas sola y pensé que a lo mejor necesitas ayuda.
Ella lo miró con recelo. Tenía el cabello castaño oscuro, un poco despeinado, y unos ojos claros que brillaban con el reflejo del sol. Llevaba una camiseta azul marino sencilla y una cadena discreta en el cuello. No parecía peligroso, pero tampoco era un conocido.
—Gracias… pero no sé.
—Me llamo Diego —dijo rápidamente, como si supiera que necesitaba ganar su confianza—. Vivo aquí cerca, en la colonia Las Palmas. Solo iba rumbo al centro a hacer un mandado. Te puedo dejar en el camino.
Susana dudó. No tenía muchas alternativas y ya empezaba a oscurecer. Observó el Audi: era impecable por dentro, y él tenía una expresión abierta, amigable.
—¿Segura que no te molesto? —preguntó finalmente.
—Para nada. Súbete, anda.
Ella respiró hondo y abrió la puerta del copiloto. El asiento olía a cuero nuevo. Abrochó el cinturón sin dejar de observar de reojo al muchacho.
—Soy Susana.
—Encantado, Susana. —Él arrancó suavemente y se incorporó al tráfico ligero de la avenida—. Entonces, ¿a dónde vas?
—A la biblioteca del centro. Voy a encontrarme con una amiga para estudiar.
—¡Biblioteca en sábado! —dijo Diego, fingiendo asombro—. Qué disciplinada.
—Bueno, hay exámenes.
—Sí, claro. —La miró un segundo y sonrió—. Se nota que eres estudiosa.
Ella rio, un poco incómoda.
—No siempre.
El silencio que siguió fue breve. Diego encendió la radio con música pop ligera. Golpeaba el volante con los dedos al ritmo de la canción, moviendo un poco los labios como si se la supiera de memoria.
—Me gusta manejar en esta hora —comentó—. Todo se ve bonito, ¿no?
Susana miró por la ventanilla: el cielo púrpura, los árboles alineados, las farolas comenzando a encenderse. Sí, era bonito.
—Sí —admitió.
—¿Vas mucho a ver a tu primo jugar?
—Hoy nada más. Generalmente no puedo.
—Yo jugaba béisbol cuando era más chico —dijo de pronto, con un entusiasmo infantil—. ¡Era buenísimo! Siempre me ponían a batear, porque corría rápido como un rayo.
—¿Ah, sí?
—Sí, pero una vez me tropecé y todos se rieron. —Se rio fuerte, como si recordara algo divertido—. Fue chistoso, aunque me raspé la rodilla.
Susana arqueó una ceja, extrañada de lo específico del recuerdo, pero lo dejó pasar.
—Bueno, eso nos pasa a todos.
—Sí, pero a mí no me gusta que se burlen. Aunque luego ya me invitaron a helado y todo bien.
Ella sonrió con educación. Parecía un poco infantil al contar esa anécdota, pero en el fondo lo consideró simpático, hasta tierno.
—¿Qué estudias? —preguntó él de pronto.
—Comunicación.
—¡Wow! Entonces sabes de cámaras y grabaciones.
—Un poco.
—Me gusta eso. Una vez hice un video con mi hermana, de cuando jugábamos con muñecos. —Rio otra vez, con un brillo exagerado en los ojos—. Nos quedó muy padre, pero nunca lo subimos a internet porque ella dijo que daba pena.