El chico ojos de fuego

Prefaicio

Los árboles se abrían paso alrededor de su esbelto cuerpo. La tierra se sentía húmeda y suave bajo sus ligeros y descalzos pies. El aire veraniego la envolvía con su aroma a noche, con sus colores: el marrón de los troncos, los diversos matices de verde en las hojas, todo iluminado por la luz platinada de la luna. La vida en la nada la sorprendía con los cantos de las aves nocturnas, los pequeños insectos arrastrándose por el suelo, los brillantes ojos de los mamíferos en los árboles. Todo era tan salvaje, tan dinámico, tan libre.

Todo, excepto ella. Ella no era libre. Ella le había pertenecido a alguien una vez, y quizás siempre le perecería a él. Podría correr, esconderse, huir, pero nunca estaría a salvo, nunca tendría la libertad que tanto anhela.

Aunque había momentos en que podía probar una pizca de esta libertad. Momentos como este; cuando corría sin parar, cuando la piel de sus pies sangraba, cuando sus ojos lloraban, cuando sus músculos ardían, cuando su sed congelaba su garganta. Cuando forzaba a su inhumano cuerpo a volar, llena de adrenalina. Llena de vida.

Se detuvo. Había llegado a la Ruta 11. Ahora sólo debía seguirla hasta el sur, y llegaría hasta su destino: una ciudad llamada Reconquista. Al menos por un tiempo.

Tomó un profundo e innecesario respiro y miró a la luna que comenzaba a llenarse en lo alto del cielo. Aquella luna siempre había sido su compañera de viaje, recordándole que no estaba sola en la noche. Pero había algo inquietante en esa luna creciente, algo que le provocaba una extraña sensación. Algo estaba a punto de ocurrir. No sabía qué ni cuándo. Pero Algo ocurriría. Y por alguna extraña y atemorizante razón, ella debía estar allí.

Bajó su mirada a la desolada ruta que se extendía de norte a sur. Estaba bordeada en algunas partes por matorrales de diferentes árboles y arbustos y en otras por plantaciones de soja, girasol o maíz. Justo frente a ella, del otro lado de la ruta, había una gran plantación de girasol, que seguían viendo hacia un sol se ocultó hace ya horas por el oeste. Sobre los cables eléctricos al borde del camino una lechuza parda le devolvió una mirada aguda y penetrante.

«¡Listo! Ya descansé lo suficiente» se dijo.

Abrochó el botón que se había desprendido de su camisa de franela verde y comenzó a moverse otra vez. El viento apareció abruptamente a su alrededor y sus pies hacían crujir la grava de la banquina.

Corrió. Corrió toda la noche sin detenerse. Y aunque era una fugitiva, una esclava, se sintió libre. Más libre de lo que se había sentido desde que comenzó esta vida.




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