El chico ojos de fuego

2. Viejas leyendas

En mis sueños siempre estaba corriendo.

Corría por lo que parecía ser una ciudad en ruinas. Enormes construcciones de piedra se erguían a mí alrededor como cadáveres de una hermosa ciudadela. Árboles y enredaderas crecían entre bloques de cemento liso y pilares de mármol tallado. El mismo paisaje se extendía sin fin como un laberinto que me envolvía; todo bañado por la plateada luz de una luna llena, y manchado por las sombras de negras nubes que flotaban en el cielo.

Y eso no era lo más extraño. Yo no estaba corriendo simplemente, estaba persiguiendo algo. Algo tan etéreo y brillante como un fuego fatuo.

No estaba tan seguro qué estaba cazando hasta que un rayo de luna me dejó ver una figura. Era claramente una chica, casi una niña. Ella llevaba puesto un largo abrigo color sangre que parecía hecho de la misma neblina que le bañaba los pies. Su capucha estaba alzada por lo que no pude ver su cabello. Lo raro era que no parecía como si estuviera huyendo de mí, sino más bien como si quisiera que la siguiera. Parecía estar indicándome el camino a algún lugar...

De la nada, me encontré con unos enormes ojos rojos como el fuego, rodeados por un sedoso pelaje negro azabache.

Retrocedí. Aquellos ojos también lo hicieron. Entonces vi a un enorme lobo cuyo pelaje brillaba con la luz de la luna. Se veía tan asustado y confundido como yo me sentía; porque... era yo. Me encontraba ante un espejo, mirando mi lobuno reflejo a la luz de la luna.

Yo era el lobo que perseguía a muchacha de rojo.

Yo era el lobo que perseguía a muchacha de rojo        

Con una bocanada de aire, desperté. Mi cabeza daba vueltas como una calesita y mi corazón latía a mil por hora, como si en verdad hubiera estado corriendo por horas.

Me pasé la mano por la cara, quitándome el cabello de los ojos y sintiendo un frio y pegajoso sudor que me cubría.

Permanecí tumbado en mi cama, esperando que se me pase el vértigo; recorriendo mi habitación con la mirada. Continuaba siendo tan pequeña y desordenada como siempre lo fue. En las paredes azules seguían estando mis láminas y recortes de películas de ciencia ficción y cualquier cosa que encontraba sobre cohetes y naves espaciales. Mi pizarra, donde se suponía que debían estar las notas y horarios de la escuela, seguía llena de notitas y trucos de videojuegos y el plano de la motocicleta cross que estaba intentando reconstruir. Todo seguía igual.

Pero mi cabeza estaba en otra parte, en ese extraño sueño. El mismo sueño que había tenido desde que podía recordarlo. Nunca lograría comprender por qué tenía solamente ese sueño. ¿No se supone que las personas cosas distintas cada noche? Definitivamente debería ver a un psiquiatra.

Sin embargo, renuncié a darle vueltas al asunto.

Los sueños eran sólo sueños y no significaban nada. A lo sumo me decían que tenía tan poca creatividad que apenas me bastaba para un solo sueño.

 

—Hoy te toca ayudar a tu papá —me saludó mi mamá al entrar a la cocina. Ya era pasado el mediodía y ella estaba lavando los platos del almuerzo. —Perdón, pero Brenda se comió tu porción; vas a tener que prepararte algo.

—No hay problema —dije mientras buscaba algo de cereal y dulce de leche en la heladera—. Buenos días, por cierto —agregué con un ligero sarcasmo.

—Buenos días, mi corazón —contestó melosamente pellizcando mi mejilla con una mano enjabonada—. ¡Oh, no! —agregó cuando me vio con mi almuerzo—. No te vas a comer eso.

Y me lo quitó de las manos.

—¡Mamá! —reproché.

—No, Nahuel. —Agarró mi brazo y me hizo sentarme en la mesa, sirviéndome un tazón de cereal con leche y un par de bananas que estaban en la frutera—. Tenés que dejar de comer tantas cosas dulces, te van a salir caries.

Sin rendirme, tomé la azucarera y le vertí al menos cuatro cucharadas de azúcar a mi cereal, mirando desafiante a mi madre. Ella llevaba su camiseta del coro y jeans, lo que la hacía ver más joven. Con su tamaño podría pasar por alguna de sus coristas de diez años, pero tenía una voz tan potente que hubiera dejado en vergüenza a Whitney Houston. Era triste que ninguno de nosotros haya heredado algún tipo de talento musical.

—Mamá, ¿cómo son tus sueños? —pregunté de manera casual, untando una de las bananas con dulce de leche.

—¿Mis sueños? —prespondó, volviendo a su lucha con una olla sucia.

—Sí. Es que...

—¡Mamá! —gritó Micaela desde uno de los cuartos de arriba.

—¡Ya voy, bebé! —le contestó mamá encaminándose a la habitación de mi hermanita—. Y vos —me apuntó con un dedo—, alistate que tenés que estar en con tu padre a las tres.

Sorprendido miré el reloj de pared. Faltaban diez minutos para las tres de la tarde. ¡Mierda!

Engullí lo que me quedaba de cereal y salí disparando al trabajo.

 

Mi padre siempre me decía que debería poner más entusiasmo en mi trabajo de medio tiempo. Pero no podía evitarlo, me aburría trabajar con mi papá. El negocio de la familia era una armería donde vendíamos... Bueno, armas de caza y artículos de pesca y camping. El lugar era un gran galpón lleno de estanterías con todo ese tipo de cosas que la gente compra para ir de campamento, a pescar o a cazar; con una vidriera que daba a una de las calles principales de la ciudad y luminoso cartel que proclamaba "Armería Lowell: caza y pesca". Super original el nombre, ¿No?

Les diré una cosa: estar rodeado de armas y herramientas mortalmente peligrosas no era tan divertido como sonaba si lo único que podes hacer con ellas es moverlas de lugar y quitarles el polvo.




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