El chico ojos de fuego

3. El fuego dentro de mí

El dolor me tiró al suelo.

Era como estar en un sueño. Podía sentir a cada célula de mi cuerpo morir y resucitar. Y a la vez observaba, o sentía, o lo que sea, todo como si estuviera fuera de mi cuerpo; viéndome desde afuera. Veía los árboles y matorrales alzarse a mí alrededor, la tierra arenosa bajo mi cuerpo, el cielo lleno de estrella y la enorme luna distantes. Todos espectadores del espectáculo en que me había convertido.

Vi como rodaba tres veces, de izquierda a derecha, mientras mi cuerpo comenzó a sufrir alteraciones imposibles. Mis labios se tensaron y dejaron ver enormes dientes perlados, unos colmillos que median al menos cinco centímetros de largo. Sentía cómo los poros de mi piel se abrieron y de ellos me creció pelo por todo el cuerpo, cubriéndome de un pelaje negro y largo que brillaba como plata vieja a la luz de la luna.

Por todo mi organismo corría un rio de lava que se desbordaba en mis venas. Un huracán de fuego que rompía en olas de adrenalina a través de mis huesos. Dolía mucho.

Todo era tan horrible que apenas podía desear que acabara, perder el conocimiento... morir.

Pero no. Todavía no.

Mis huesos se dislocaron y acomodaron de una manera inhumana. Mi pecho se ensanchó; mis manos y pies se convirtieron en grandes patas; mis orejas se alzaron en punta; mi nariz y boca se proyectaron afuera de mi cara mutando en un inmenso hocico; mi hueso coxis se prolongó formando una larga cola que rápidamente se cubrió de negro pelaje.

Estaba perdido.

Me encontraba en un abismo, en un agujero negro. No podía respirar. Ya no podía percibir nada exterior a mi cuerpo. No podía sentir nada más allá del fuego dentro de mí que me destrozaba.

Y mi corazón se detuvo.

Creí pensar que me había llegado la hora. Que estaba muerto y en ese mismo momento me dirigía al infierno.

Pero no.

Muy despacio, la tempestad se fue calmando en mi interior. Pensamientos como remolinos incoherentes se apoderaron de mi cabeza, formando, de a poco, recuerdos, personas.

Mamá... Papá... Mica... Brenda... Lucas...

Sus nombres iban y venían. Cobrando fuerzas. Las canciones que mamá me cantaba cuando era chiquito, el orgullo en el rostro de papá cuando pesqué un cachorro de surubí a los siete, las complicidades compartidas con Brenda, el inocente cariño de Micaela, mi incondicional y eterna amistad con Lucas. Poco a poco el mundo, mi mundo, iba tomando sentido, volviendo a su lugar, cuando...

Sofía.

El nombre que la chica que siempre quise sin saberlo retumbó dentro de mi cabeza. Y no sólo su nombre. Su carita pecosa, su cuerpo, su risa chistosa, su perfume a caramelo y libros, su cabello dorado, sus locas e impulsivas ideas, sus labios en los míos, sus ojos del color de la miel. Toda ella.

Ella era mi salvavidas en este océano de fuego y dolor. Sofi sujetaba una cuerda que evitaba corriente me arrastrara a las profundidad, guiándome a la orilla. Ella me estaba salvando...

Y entonces me di cuenta de que estaba vivo. Sano y a salvo.

Podía sentir cómo el dolor comenzaba a menguar. Las olas de fuego estaban retrocediendo y mi cabeza ya había dejado de dar vueltas como una calesita descontrolada.

De pronto, sentí un repugnante olor a perro que me hacía picar la nariz. Traté de rascármela. Pero lo que vi acercarse a mi cara no era mi pálida mano de dedos largos. Era una pata, una enorme y negra pata con largas y plateadas garras. La pata de un lobo.

Quedé en shock. Busqué desesperadamente sentir mi cuerpo; deseé encontrar mis brazos, mis piernas, mi pecho. Pero en cambio me encontré con cuatro patas y un lomo grande y pasado que no habían perdido del todo la forma humana. Y... por Dios, ¿una cola peluda? ¡Tenía una cola! Intenté sentir mi rostro, pero no lo encontré. Mis orejas no estaban a cada lado de mi cabeza, estaban arriba, y eran enormes. Mi nariz y mi boca se habían extendido más allá de lo que debían, convirtiéndose en un hocico.

Aturdido, me incorporé tambaleando sobre mis piernas... no, mejor dicho, patas.

No podía ser verdad, era imposible. Esto no me estaba pasando. No podía haberme convertido en un perro, o un lobo. ¿O era una especie de mutante? Porque no podía ser un canino normal, pues era enorme. Debía medir al menos unos dos metros de alto. Tenía el tamaño de un ternero... ¿pero la forma de un lobo?

«¿Qué mierda era?»

Esto debía un sueño. Sí, era solamente un sueño. Un sueño horrendamente real y bizarro, pero un sueño.

Me acurruqué deseando con toda mi alma despertar. No sucedió nada. Me mordí una pata, a falta de dedos para pellizcarme, y nada. Además eso me dolió, lo que significaba que era real. Terrible y espantosamente real.

No tenía idea de cuánto tiempo estuve allí, enroscado como un cachorro, inmóvil sobre la fría arena, ¿minutos? ¿horas? hasta que mi estómago resonó. Tenía hambre como nunca antes.

Imágenes de pizza, papas fritas, chocotorta y asado pasaron por mi mente; pero todas esas comidas que tanto amaba me parecieron insípidas, incluso asquerosas. Pero mi cerebro se detuvo en asado. Carne... carne cruda, tibia y viva. Un animal. Eso sí que me llenó de agua la boca. La idea de devorarme un pobre e indefenso animalito me parecía tan tentadora.

Quería cazar, lo quería más que nada en este momento. Y ese deseo me aterraba hasta los huesos. Yo no podía cazar, no podía matar. Y sin embargo el apetito por carne retumbaba en lo más profundo de mi ser.

Bueno era algo natural ¿no? Los animales lo hacían siempre. Aunque yo no era un anim...

Miré hacia abajo, a mi lobuno y peludo cuerpo.

«Creo... creo que si era algo parecido a un animal después de todo.»

Y si no lo hacía, si no cazaba, sentía que me iba a morir de hambre. Tenía tanta, pero tanta hambre que mi estómago comenzaba a sonar como una maraca.

Tal vez tenía suerte y encontraba algún bicho, un pájaro quizás.




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