El chico ojos de fuego

4. Del color de la sangre

Estaba flotando en una nebulosa de cansancio y dolor, cuando...

—Nahuel. Despertate, cariño —mi mamá me llamó entrando en mi habitación. Yo estaba cubierto hasta cabeza con mis sábanas y me negaba a salir de mi capullo, aunque me estuviese muriendo de calor bajo las mantas. Lo que era una suerte, ya que si mi madre hubiera visto lo sucio y harapiento que estaba, le hubiera agarrado un ataque.

Me quejé al sentir como mis intestinos se retorcían y enredaban entre ellos. Me dolía todo el cuerpo, incluso partes que no sabía que podían doler.

—Estás enfermo. —No fue una pregunta. Mi mamá podía detectar el malestar en uno de sus hijos a kilómetros de distancia. Y ella sabía que no me encontraba bien en cuanto entró a mi cuarto.

Le contesté con un gruñido de afirmación y abrí un poco los ojos para verla, a través de las sábanas, sentarse en mi cama.

—¿Qué es? ¿Cabeza, estómago...? —preguntó su silueta a través de las sábanas.

—Todo —contesté con voz ronca mientras sacaba la cabeza de entre las sábanas, sólo lo suficiente para que ella pudiera medirme la temperatura.

Teníamos práctica en esto. Al haber nacido sietemesino siempre fui una criatura enfermiza. Bronquiolitis, varicela, anginas, paperas, hasta pulmonía... había pescado cada enfermedad posible. Y mi madre siempre era la que estaba allí; a veces era la única que podía estar conmigo una la fría y esterilizada sala el hospital. Por lo que cada vez que me sentía mal, ella se ponía en su modo enfermera y, para ser un ama de casas, tenía amplios conocimientos sobre medicina.

—¡Estás hirviendo!

Sabía que era tonto, pero me gustaba ser el "nene de mamá". No sabía si porque era el único varón o porque nos llevábamos bien, pero notaba como ella me cuidaba de una manera distinta. Por ejemplo, si yo discutía con mi papá o Brenda, ella siempre se ponía de mi lado. Bren era su orgullo y, a la vez, la que siempre la hacía renegar con sus caprichos; y Mica era su bebé, la princesa mimada de la casa. Pero yo era su debilidad.

—Bueno. Descansá. —Su voz estaba llena de cariño mientras se levantaba y salía de la habitación—. Te voy a hacer un té.

Volví a gruñir dando a entender que estaba de acuerdo, a pesar de que odiaba las infusiones de mi madre. Eran horribles, dejaban un gusto amargo en la boca y rara vez surtían efecto; a veces, incluso hacían que me sienta peor. Pero ella se ofendía si nosotros no tomábamos sus remedios cuando nos los daba.

Mi estómago se retorció con la idea de ingerir cualquier cosa.

Y aquel malestar agudo me devolvió los recuerdos de la noche anterior. Recuerdos en los que estaba intentando no pensar: el dolor, el aturdimiento, el hambre, el sabor de la carne cruda, el calor de la luna sobre mi... ¿pelaje?

No. No, no, no. No podía ser verdad. Las personas no se transformaban en animales. Era imposible. Era física, química y biológicamente imposible.

Pero el dolor y el cansancio que sentía eran reales. Al igual que mis recuerdos. Todavía llevaba puesto mi ropa hecha pedazos, y estaba cubierto de rasguños, moretones y mugre. Estaba hecho mierda.

No podía dejar que nadie me viera así.

Así que, con esfuerzo, me levanté de la cama y me quité la ropa destruida y la escondí debajo de la cama. Tomé una toalla y, antes de cruzar el pasillo que separaba mi habitación del baño, me detuve en la puerta para asegurarme que nadie viera el desastre que estaba hecho. No había moros en la costa.

Cuando salí de la ducha y me vi en el espejo, me encontré con un extraño. Una visión muy distinta de la del día anterior. Mi pálida piel había tomado una tonalidad enfermiza, casi verdosa, tenía unas enormes ojeras y... ¡Tenía barba! No era que me haya convertido en un vikingo, pero definitiva y finalmente tenía vello facial, tan oscuro como mi cabello y mis cejas. Sin embargo, tomé una maquinita de afeitar que mi papá me regaló cuando tuvimos "la charla" (y nunca usé) y me afeité. Me gustaba mi rostro lampiño como era. Pero al pasársela me corté, haciendo que unas gotitas de sangre corrieron por mi mentón. Fue entonces cuando vi al par de ojos rojos que me miraban desde el espejo.

Tuve que aguantarme por el lavamanos para no caer al piso debido al vértigo. Estaba petrificado. No podía moverme, ni hablar, ni gritar, casi no podía respirar. No podía desviar la mirada de mis ojos.

No eran de un azul claro, sino que eran rojos como dos rubíes. Los mismos ojos de mi sueño; los de la noche anterior; los ojos del lobo estaban suspendidos en mi rostro, mojado y con espuma de afeitar.

En ese momento, viendo mis ojos del color de la sangre, lo comprendí todo. Por algo era diferente a todos los demás. Por algo las personas se alejaban de mí instintivamente. Por algo siempre tenía sueños con lobos, lunas y fuego.

Ese algo era yo mismo.

Era la bestia que había estado dormida dentro de mí durante años y finalmente había sido liberada.

 

De vuelta en mi cama, tirado sobre mi colchón (tuve de deshacerme de mis sábanas llenas de tierra) me dejé llevar por la marea de pensamientos.

¿Cómo me pudo haber pasado esto? ¿Cómo llegué a convertirme en un lobo? Estaba completamente seguro que nunca me había mordido un perro, mucho menos un lobo. Y tampoco era como si mis padres eran hombres lobo, ¿o sí? Descarté esa idea al instante. Era imposible que... Aunque últimamente las imposibilidades no parecían tan absurdas.

Y lo más importante: ¿qué iba a hacer ahora? La luna seguía estando en el plenilunio. ¿Qué pasaba si me transform...

Toc, toc.

—Nahuel, ¿se puede? —preguntó Brenda desde el otro lado de la puerta, interrumpiendo mi soliloquio interno.

—Sí —contesté con una voz algo oxidada.

Miré a mi hermana entrando a la habitación. A veces me sorprendía el parecido que tenía con nuestra madre. Tenía su misma piel bronceada, las mismas facciones suaves de su rostro y las mismas curvas de su cuerpo. La única forma de diferenciarla de mi mamá era por su cabello; Brenda lo llevaba de un color miel, más claro que su color natural.




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