El chico ojos de fuego

7. Hasta la eternidad

Alfonsina Sager. Ese era mi nombre, al menos cuando vivía.

Eso fue antes de 1979. En ese tiempo yo vivía en la ciudad de Buenos Aires junto con mis padres y mi hermana melliza, Adelina.

Ella y yo éramos inseparables, lo que hacía una la otra la seguía. Incluso íbamos a la misma universidad. Ella estudiaba psicología mientras yo cursaba una carrera de pedagogía. Mi sueño siempre había sido convertirme en maestra. Sabía que para muchos no es la gran cosa, pero yo siempre había considerado que enseñar era uno de los actos más nobles del ser humano, y uno de los más peligrosos también. Uno debe tener cuidado con lo que piensa y las ideas que se enseña a pensar. Y a mi hermana y a mí nos gustaban las ideas peligrosas, prohibidas para esos tiempos. Ambas militábamos en un movimiento estudiantil. Mi novio y nuestros mejores amigos también eran parte del grupo. Éramos jóvenes y veíamos el mundo de una manera romántica.

Y una noche ellos llegaron.

Los militares me llevaron junto a mi familia. Y por el camino nos separaron. Nunca supe en qué lugar nos llevaron exactamente, pero sé que mis padres no estuvieron ahí. Ellos eran gente de bien, conservadores. Adelina y yo nunca les habíamos hablado de la militancia o nuestras ideas en contra del sistema político, nada que pudiera asustarlos. A ellos no podían sacarle ninguna información, no sabían nada.

Pero Adelina y yo éramos otro tema.

A nosotras encerraron en un cuarto pequeño y asqueroso. Una celda de paredes de cemento, sin ventanas, sin lugar donde dormir, sin nada más que un desagüe que nos servía de baño.

Allí estaban otras dos chicas con nosotras. Si eran inocentes de atentar contra el orden o no, nunca lo supe. Pero sabía que ni ellas, ni Adelina, ni yo merecíamos lo que nos hicieron

A las cuatro nos sometieron a tortura. Agua, fuego, golpes, electricidad... esos tipos eran creativos. Jugaban con nosotras todos los días. Querían que hablemos, querían que digamos nombres, querían que les confesáramos de los planes e ideas de nuestro grupo. Y de vez en cuando también querían nuestros cuerpos para divertirse.

Ninguna hablamos. Pero mis compañeras de celda comenzaron a irse.

La primera fue Nelly. Una noche se fue con ellos y al día siguiente nos despertamos con su cadáver en medio de la celda. La convirtieron en un mensaje para nosotras; para que nos rindamos.

Mabel se rindió. Ella le dijo todo lo que sabía. Pero al parecer no fue lo que ellos esperaban, porque nunca volvió con nosotras. Ni ella ni el bebé que llevaba en su vientre.

Fue entonces cuando hice un pacto con Adelina: ninguna hablaría, sin importar que hicieran con nosotras. Y así lo cumplimos.

Sin embargo, a mí me tocó la peor tortura que se le haya podido imaginar a alguien. Tuve que escuchar cómo atormentaban a mi hermana por tres días seguidos. Hasta que ella no pudo más.

En ese momento yo ansiaba acompañarla, ir con ella a donde sea que la hayan llevado, al mar o debajo de la tierra. Ansiaba la muerte como nunca quise algo en mi vida. Pero ellos sabían eso y por eso me dejaron vivir, sólo unos días más.

Estuve sola y aterrada por lo que me parecieron siglos; esperándolos, imaginándome qué harían conmigo, contando los minutos para reunirme con mi familia, mi novio y mis amigos que seguramente habían sido llevados a otros centros.

Llegué a pensar que ellos se habían olvidado de mí y me podriría sola en esa asquerosa celda, hasta que él llegó una noche.

Era el hombre más hermoso que haya visto en mi vida. Parecía la figura de un ángel, aun cuando estaba vestido con ese repugnante uniforme militar. Era alto, delgado y elegante; con ojos tan fríos como el acero. Me pregunté si él sería mi ángel guardián o era la misma muerte en persona. Quizás sí lo haya sido.

Me dijo que había hablado con Adelina, justo antes de que ella sucumbiera ante las torturas. Él se había quedado solo con ella y, antes de que su corazón se detuviera, Adelina le hizo prometer que me salvaría.

Dijo que me sacaría de ese lugar y yo le creí. ¿Qué más podía hacer?

Entonces me convirtió.

Sólo recuerdo haber sentido dolor. Era como si hubieran aplicado todas la torturas que recibí durante eso siglos pero al mismo tiempo, en eso solo instante.

Cuando los demás militares me encontraron a la mañana siguiente, me creyeron muerta. Quien sabe, tal vez lo estaba. Me llevaron lejos y me sepultaron junto a otros desaparecidos en una especie de fosa común.

No sé cuánto tiempo estuve enterrada. Pero una noche, él volvió y me sacó de mi sepulcro. Estaba tan sedienta, tan débil y eufórica a la vez. Sentía que ya no era la misma y mi quieto corazón me lo dijo.

Y él no estaba solo. Otro soldado lo acompañaba, joven e inconsciente. Pero este muchacho no era como él, era humano. Y olía tan delicioso...

Sin pensarlo y sin saber cómo, lo agarré con mis zarpas y le clavé los colmillos en la yugular.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba agazapada contra un árbol mirando aterrada al cuerpo sin vida de aquel hombre, con las manos y la cara sucias de su sangre. Yo lo había matado.

Walter. Así se llamaba el hombre que me liberó; quien me mató, revivió y me convirtió en asesina. Él me explicó qué lo que realmente era él y en qué me había convertido. Me dijo que si no bebía sangre humana moriría. Era parte de mi nueva naturaleza. Ese era el motivo por el que había matado a su acompañante, como un animal.

Y esa no fue la única noche en que maté a alguien.

Sin embargo, jamás me sentí orgullosa de aquella vida, pero seguí. Igual lo seguí. Ya no tenía a nadie.

Walter pertenecía a un grupo de arcanos que se rebelan al Consejo, llamados nocturnos, seguidores de Nocta, a quien llamaban Ama. Ellos consideran que limitarles su alimentación a sangre animal es privarles de su naturaleza y que el Consejo no debería ser dirigido únicamente por el Triunvirato, que sus leyes eran estúpidas y corruptas. Se hacían llamar anarquistas, pero yo conocía demasiado de Historia como para saber que no eran más que la variante mágica de un régimen autocrático. Y Walter era su líder todopoderoso.




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