Esta vez, mi madre no se molestó en despertarme. Así que me sentí libre de quitarme las sábanas de encima y desperezarme, sintiendo el pequeño placer de estirar mis músculos adoloridos y cansados bajo la briza de mi ventilador. Me di cuenta de que el dolor omnipresente de estos últimos días había disminuido. Seguía allí, pero ahora era más bien como un latido sordo de en mis huesos.
Incluso me sentía de mejor humor y hasta tenía ganas de ponerme a cantar algo como: "No soy un perro, no soy un perro. Tengo un mes para no ser un perro."
Y ¡plup! Mi burbuja de felicidad se rompió cuando caí en cuentas de que el próximo mes tendría que volver a pasar por este infierno. Con la próxima luna llena volvería a ser un lobo. Una y otra y otra vez... y así por el resto de mi vida.
Nunca volvería a ser normal. Si es que alguna vez lo fui.
¿Pero esto? Esto ya era demasiado. No estaba seguro si podría soportarlo.
Debía buscar la forma de librarme de esta... esta maldición. No tenía ni la menor idea de por qué era un lobizón, pero debía dejar de serlo. Cuanto antes.
«Pero hoy no» pensé mientras rodaba sobre mi cama y me dirigía al baño, tomando una remera de Batman y un jean por el camino.
Hoy me tomaba un descanso de toda esta locura fantástica.
Estaba a mitad de camino entre mi cama y la puerta cuando Welcome to the jungle comenzó a sonar desde mi celular. Ese era el tono de llamada reservado para una sola persona: Lucas. Esa no era una buena señal.
Sin estar muy seguro en lo que me estaba metiendo, contesté la llamada.
—Che, Larguirucho —me saludó con mi viejo apodo—. Se me ocurrió la mejor idea del mundo y vos vas a ayudarme. Si te sentís mejor, te espero esta tarde a las ocho en mi casa.
Y cortó.
Me quedé mirando la pantalla de mi celular: una foto vieja de mis hermanas y grandes números que marcaban las dos de la tarde.
«¿Pero qué estaba planeando?»
El entusiasmo en su voz ya fue suficiente como para asustarme. Lucas jamás, nunca en la vida, tenía buenas ideas.
Pero estaba cansado de permanecer en cama todo el día y vagar como perro toda la noche. Quería hacer algo normal. Necesitaba volver a mi vida. Y en ese momento se me ocurrió una forma de volver a mi rutina. Si necesitaba volver a ser normal, entonces tenía que volver a ser aburrido.
Eso era. Hoy trabajaría, y luego pasaría el rato con Lucas y Sofi.
¡Sofi!
Con todo lo que estaba pasando casi me había olvidado de ella. Aunque eso sea raro ya que ella es la que activó toda esta locura, según Alfonsina.
Todavía dudaba un poco (mucho) de esa teoría. Dudaba, de todo en realidad. Dudaba de mi cordura, de Alfonsina, de mis padres... Pero hoy no era el día de resolver esas cosas. Hoy era el día de volver a ser un chico de diecisiete años común y corriente.
—¿Dónde dejaste las facturas del mes pasado? —preguntó Brenda, sacando la cabeza por la ventana que tenía la oficina de mi papá.
Como mi hermana estaba estudiando Contaduría, ella era la encargada de los papeles del local. Mi papá siempre decía que ella sería la que siga el negocio familiar, era su sucesora. Eso no me molestaba. Yo no tenía intención de seguir trabajando aquí el resto de mi vida; yo quería estudiar Ingeniería. Aún no me decidía qué especialidad exactamente, pero sería ingeniero. Y Brenda podía quedarse con toda la armería si quería.
Así que mientras mi padre se había ido a entregar unos pedidos y yo limpiaba, Brenda estaba haciendo todas esas cosas que tenían que ver con plata, números y papeles sin sentido.
—¿Con las cosas importantes? —contesté, sin levantar la vista del piso sucio.
—¿Y dónde se supone que es eso?
|—En la oficina.
—En serio, Nahuel —me reprochó—. Vos limpiaste acá la semana pasada.
Suspiré. Dejé la escoba a un lado y entré en la oficina. Era una pequeña habitación al final del galpón, con una puerta y dos ventanas, una que daba al resto de la tienda y otra a un pequeño patio detrás del galpón que mi padre había convertido en un sector de tiro al blanco y servía para que los clientes pudieran probar sus armas. La oficina estaba apenas equipada con un escritorio, un par de sillas y unos archiveros.
Brenda estaba en medio de un mar de papeles. Este lugar era un caos y no es que yo no lo haya limpiado bien. El problema era mi padre, quien era la persona más desordenada que haya conocido en mi vida, algo que Brenda heredó. Papeles de todo tipo estaban desperdigados por la superficie del escritorio.
—¿Buscate en los archiveros? —le pregunté a mi hermana.
—Busqué por todos lados —contestó levantando algunos papeles del escritorio—. No tengo ni idea de dónde pueden estar.
Comencé a buscar en los cajones del escritorio. En cada cajón que abría sólo encontraba papeles viejos, cartas amarillas, dibujos de Mica... basura.
Pero hubo algo que me llamó la atención. En el fondo de uno de los cajones, enterrada bajo la basura, había una foto. Era una foto mía de bebé. Debió haber sido la primera foto que me tomaron porque era la cosita más pequeña y fea que haya visto. Apenas pude reconocerme por un lunar que ahora se escondía tras mi ceja. Mi enorme cabezota de alien estaba viendo a la cámara desde los brazos de una mujer, seguramente mi madre.
—Hey —dije tomando la foto para mostrársela a Brenda. —Mirá lo que encontré.
Pero de pronto comencé a sentirme mal y cerré los ojos intentando calmar el repentino mareo. No era como cuando me transformaba, ni un malestar norma. Era una sensación extraña; como caer al vacío y sumergirse en un remolino. Intenté sujetarme del escritorio para no caer, pero ya estaba en el piso, oyendo los distantes gritos de Brenda.
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Editado: 11.11.2020