El chico ojos de fuego

9. Una muy mala idea

Nahuel... Despertate... Vamos, Nahuel... Me estás asustando...

Las palabras sonaban a miles de kilómetros de distancia, confusas y llenas de eco. Palabras... Sonidos sin sentidos. Y luego...

—¡Despertate! —una orden y una cachetada me devolvieron violentamente a la realidad.

Mi hermana estaba sobre mí, gritando como una histérica. Gruñí y ella dejó de sacudir mi cabeza de un lado a otro.

—Estas bien —suspiró aliviada.

—Me duele la cara —dije para hacerle saber que no estaba del todo bien gracias a su golpe. Mi mejilla izquierda palpitaba con un dolor cálido y la cabeza me daba vueltas.

Intenté levantarme pero el mundo comenzó a girar en cuanto me moví. Brenda me tomó por los hombros y suavemente me ayudó a recostarme por la pared; el frescor del cemento aliviaba el mareo.

—Te desmayaste —dijo, acusándome de algo que no pude evitar.

No sabía qué contestar, así que solamente dije:

—Lo siento.

—Y temblabas —agregó, el miedo, la preocupación y la incertidumbre agrandando sus ojos marrones—. Creí que te dio un ataque de epilepsia.

—No soy epiléptico.

—¡Lo sé! —gritó y sus ojos brillaron con lágrimas que intentaba contener—. Estabas convulsionando y decías cosas —se quitó las vergonzosas lágrimas del rostro y agregó: —Llamabas a papá y a Cristian.

—Fue sólo un sueño, ¿sí? Me desmayé y tuve un sueño —comencé a hablar deprisa; intentando calmarla, darle explicaciones racionales—. Sabés que hablo dormido. Seguramente se me bajó la presión por el calor.

—Tenía miedo —susurró—. Si te hubiera pasado algo...

Tomé a mi hermana mayor y la traje hacia mí, abrazándola con fuerza. Ella, como pocas veces hizo, me devolvió el abrazo y apoyó la cabeza en mi hombro. Brenda ya había perdido a un hermano; y aunque nunca lo demostrara, vivía con el temor de perderme a mí o a Mica. Ella había sufrido un dolor que espero nunca experimentar.

—No pasó nada —dije.

—¿Qué soñaste con Cristian? —preguntó curiosa.

Cristian... Había pasado un tiempo desde la última vez que pensé en él; lo que me avergonzaba. Cristian era nuestro hermano; un año mayor que yo y dos menor que Brenda. Él había nacido muy enfermo y había muerto poco tiempo después. Casi nunca hablábamos de nuestro hermano. Era un tema que ponía muy mal a nuestra madre; y además, no lo habíamos conocido lo suficiente. Era algo raro extrañar a alguien que nunca pudiste conocer.

—No lo recuerdo —mentí. Porque en verdad, no me podía olvidar de aquella visión. Mi padre con un pequeño Nahuel en brazos. Mi abuela gritando que yo era un monstruo. Ese tal Max...

«¡Él no es tu hijo!»

¿Sebastián no era mi padre? Entonces, ¿quién lo era?

No sabía qué pensar. Por un lado, todo tenía sentido. Yo no me parecía en nada a mis hermanas o a mis padres, había heredado una maldición que solo afectaba a los niños nacidos en séptimo lugar... ¿Y si no era un caso especial? ¿Y si...?

«¡No! Ya basta, Nahuel» me dije. «¿Qué nos propusimos hoy? No pensar en estas cosas.»

Mañana. Mañana me encargaría de todo. Vería qué hacer con mi vida; con la luna, con mi nueva licantropía, con mi familia, con Sofi...

Realmente eran muchas cosas que resolver. ¿Cómo era que de pronto mi vida se volvió tan complicada? Sin embargo, hoy sólo quería ser normal. Aunque, al parecer, ser normal me estaba costando demasiado últimamente.

—Fue sólo un sueño, Bren —le dije a mi hermana—. Nada importante.

Ella se separó de mí y me estudió con sus grandes ojos marrones; iguales a los de nuestra madre.

 

—¿Estás bien? —me preguntó preocupada. Ella rara vez se mostraba preocupada por mí; normalmente me trataba como a un estorbo—. Últimamente has estado muy raro, y enfermo.

—Estoy bien —le aseguré. Y luego de analizar la situación agregué: —No le digas nada a mamá. Ella se va a preocupar por nada.

—Pero...

—La vas a preocupar al pedo —la interrumpí, y me sorprendí al escuchar la autoridad de mi voz—. Por favor, no le cuentes nada.

—Bueno —respondió con un dramático suspiro—. Pero si te llega a pasar algo...

—Voy a estar bien, ¿sí? —volví interrumpirla—. Voy a estar bien —repetí, intentando convencerme más a mí mismo que a ella. Esperaba estar bien.

—¿Dónde estás? —preguntó mi mejor amigo desde el otro lado de la línea. —Se te hizo tarde.

—Estoy yendo —contesté, doblando en la esquina sin mirar y ganándome un bocinazo de un auto que estuvo a punto de chocarme—. ¡Perdón! —le grité al conductor del auto y aceleré tanto como me lo permitían mis piernas y mi vieja bicicleta—. ¿Podrías ser más paciente? —le dije a Lucas; sabiendo que no debía estar hablando por el celular mientras andaba en bici.

—Sos mi mejor amigo —contestó—, sabés que ser paciente no es una de mis cualidades más destacables.

—Vos no tenés cualidades destacables —le dije, y antes de cortar agregué: — Ya casi llego.

Realmente ser paciente no era el fuerte de Lucas.

Para cuando llegué a su casa, él ya me estaba esperando afuera, con una mochila al hombro y una cámara en la mano. ¿Qué estaba tramando? Además estaba vestido de la manera más extraña. Tenía puesto un pantalón camuflado y una ligera campera de algodón sobre una remera negra, a pesar de que hacía como treinta grados. También llevaba puestas sus enormes zapatillas deportivas que hacía que sus (de por sí ya grandes) pies se vean aún más grande. En resumen, parecía un hobbit moderno a punto de partir de su comarca.

Y Sofi estaba a su lado. Ella sólo estaba parada junto a la puerta, con un libro en mano, y con la otra retorcía su cabello en un gesto inconsciente; algo que ella siempre hacía cuando estaba molesta. Sus ojos ambarinos iban desde su primo a mí, una y otra vez; alternando miradas molestas a Lucas y miradas sonrientes a mí.

No pude evitar sonreír al notar ese detalle. En realidad, nunca podía evitar sonreír frente a ella. Todavía no me acostumbraba a su presencia o a lo que esta me provocaba. Tan sólo verla hacía que un enjambre de abejas se prenda fuego dentro de mi estómago. Especialmente cuando ella usaba esos shorts tan cortos.




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