El chico ojos de fuego

12. Heridas benditas

Esta era nuestra situación:

No tenía la menor idea de cómo llegamos al hospital. Según Lucas, habíamos salido del monte y caminamos unas cuadras antes de tomar un remís (porque en Reconquista no había taxis) que nos trajo al hospital. Aparentemente estuve todo el viaje en un estado de seminconsciencia, como si fuera un zombi. Yo sólo recuerdo haberme puesto mi ropa que afortunadamente estaba donde la dejé y al, siguiente minuto, estar parado en la entrada de la Guardia del hospital local junto a Lucas... o más bien estar sosteniéndome por Lucas.

—Volviste —exclamó Lucas en cuanto vio que ya no tenía la mirada fija en la nada misma.

Pude notar que estaba realmente aliviado de verme mejor y, al ver sus oscuros ojos, supe que no me veía como el monstruo que era, sino que estaba mirando al Nahuel de siempre, a su amigo de toda la vida.

«¿Cómo era que no tenía miedo de mí después de todo lo que pasó esta noche?»

A pesar de que el lugar estaba lleno como de costumbre, no tuvimos que esperar demasiado tiempo. En cuanto me vieron con mi improvisado torniquete y el vendaje en mi brazo que poco hacía para contener la sangre, un médico corrió hacia nosotros.

Lo reconocí al instante, era el Dr. Cabral, quien ya me había atendido en numerosas ocasiones. Y cuando digo numerosas, me refiero a unas veinte veces más o menos. Era algo así como mi "médico de cabecera", a quien siempre acudía mi madre cuando mi estado superaba sus tés. El Dr. Cabral me caía bien. Era un hombre de edad algo avanzada pero de inteligentes y amables ojos oscuros, y algo pálido a pesar de sus rasgos aborígenes. Lo mejor era que no era el tipo de doctor que sólo te cura, sino que te hacía sentir cómodo mientras lo hacía; y si eras un nene que se aguantó una inyección sin llorar te premiaba con un chupetín.

Así que un momento después, estaba sentado en la camilla de una pequeña y limpia sala de emergencia, carteles sobre el tabaquismo y fichas de vacunación esparcidos por las paredes de cerámicos amarillo claro, y pequeños muebles de almacenamiento llenos de frasquitos y cajitas de medicamentos.

—Es bueno verte, Nahuel. Aunque, claro, no en estas condiciones —dijo el Dr. Cabral, mientras me quitaba el retazo de remera que había usado como vendaje para examinar la herida—. ¿Cómo pasó esto?

«Bueno, verá... Mi mejor amigo casi me mata porque se asustó al verme convertido en el lobizón.»

Sí. Esa parecía ser una respuesta bastante normal. Claro; y luego derechito para el manicomio. No podía contarle la verdad, y no sabía qué historia inventar. No sabía que decir.

—Estábamos... —comenzó a decir Lucas con su cara de póker—, buscando unas herramientas en mi garaje cuando se le cayó una caja encima...

—Y había cuchillos adentro —agregué, dándole una mirada agradecida a mi amigo.

Lucas tenía una habilidad especial para mentir. Imagínense que podía escapar fácilmente de su casa, aun teniendo a la Jefa de Policía de la ciudad como tu madre. En cambio, yo era un mentiroso terrible. Mi mamá lo consideraba un don, que era un niño demasiado bueno para mentir. Yo no estaba tan de acuerdo con ella.

—Veo —dijo mientras se colocaba unos guantes de látex.

En los oscuros ojos del doctor había algo de sospecha, pero también comprensión. Seguramente llegaban muchos adolescentes bastante tontos que se había herido haciendo alguna idiotez, como nosotros.

—Bueno —dijo examinando mi brazo. El cual, por cierto, se veía terrible.

Mi brazo parecía una morcilla; la piel se había hinchado y tenía un color morado; las venas se marcaban como si estuvieran dibujadas con tinta y del corte seguía saliendo sangre negruzca. Yo esperaba que el Doc preguntara qué me había inyectado en el brazo como para que se esté pudriendo de esta manera. Pero en cambio sólo dijo:

—La lesión es bastante profunda; habrá que aplicar varios puntos y una antitetánica.

Asentí.

En cuanto el Doc sacó el equipo de aguja e hilo, Lucas ahogó un silbido. A pesar de su postura aparentemente relajada, apoyado sobre la camilla junto a mí con los brazos fuertemente cruzados, pude notar que mi amigo estaba tenso. Las agujas no eran algo que le gustaran mucho. Me dolió ver que estaba lo más lejos de mí que le permitía la camilla. Aún no confiaba lo suficiente en mí. Y yo no podía culparlo.

—Por cierto —dijo el Dr. Cabral, acercando la aguja a mi brazo—. Voy a tener que llamar a tus padres. —La mirada que me dirigió decía: "Lo siento, pero debo hacerlo"—. Un mayor debe firmar los papeles. Y si bien no recuerdo ustedes todavía tienen diecisiete.

Eso era lo malo de que tu médico te conociera tanto, era casi imposible mentirle al Doc Cabral.

—Mis padres no están —intenté mentir de todas formas—. ¿Puede ser mi hermana? Ella es mayor de edad.

—Claro.

—Yo me voy a llamarla —anunció Lucas, encontrando una excusa para evitar estar en presencia de esa aguja sin perder su machosidad. Sacó su celular del bolsillo y salió disparando de la sala.

—¿Listo?

—Adelante, Doc —dije.

En cuanto sentí el pinchazo de la aguja, una pequeña oleada de calor se espació en mi estómago. Instantáneamente cerré los ojos con fuerza. Ya conocía esa sensación. Estaba seguro que mis ojos se pintaron de rojo. Intenté simular que era por el dolor o el miedo hacia las agujas. Y me di cuenta que de igual manera no necesitaba ver para saber qué estaba pasando. Mis sentidos estaban potenciados por el dolor. El olor a antiséptico saturaba mi olfato; escuchaba que Lucas estaba discutiendo con mi hermana.

—¿En qué lío se metieron ahora? —gritaba Brenda y estaba seguro que no necesitaría super-oídos para poder escucharla.

—Em.... Em... —comenzó a balbucear mi amigo; sabía que esto debía estar siendo bastante difícil para él—. No puedo explicártelo bien.

—¿Dónde están? —dijo Brenda luego de un suspiro.




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