Quizás pasaron siglos antes de que Sofi abriera los ojos, tomando una gran bocanada de aire. Quizás el tiempo se detuvo. O quizás el apocalipsis zombi arrasó con la humanidad y nosotros dos éramos los únicos humanos vivos en todo el planeta... y todo eso me importaba un carajo.
Lo único que me importaba en ese momento eran el corazón latiente y la suave respiración de Sofi. Mi Sofi.
Ni siquiera me importaba su mirada aterrada.
Ella estaba mirando al monstruo que yo era, a los colmillos y ojos rojos.
Entonces, cuando ella parecía estar a punto de gritar de miedo, me abrazó. Apretó fuertemente sus brazos alrededor de mi cintura y enterró su cara en mi pecho, estremeciéndose en sollozos.
Por un minuto no pude entender la locura de la situación. Ni siquiera era capaz de devolverle el abrazo, o de consolarla, o de recordar cómo se hacía eso de respirar. Ella acababa de verme con esta... esta forma semi-lobuna y, en vez de salir corriendo como la chica del videoclip de Thriller, ella me abraza como si yo siguiera siendo su mejor amigo, el chico amable y torpe que ella conocía. Y su agarre no hacía más que avivar las llamas dentro de mí. No hacía más que recordarme todo lo mal que estaba esto. Que yo ya no era ese chico amable y torpe.
—¡No! —gruñí.
Con fuerza de lo necesaria, me alejé de Sofi. En esa forma era más fuerte, y más rápido también. Por lo que me sorprendió encontrarme a varios pasos de ella en un abrir y cerrar de ojos.
—No —repetí, y esa vez mi voz sonó un poco más humana, frágil y desesperadamente humana.
Sofi siguió viéndome con esos ojos dorados llenos dolor, confusión, terror y tantas emociones que me sorprendía que pudieran entrar en su pequeño y mojado rostro.
—¿Qué sos? —preguntó intentando sonar calmada, lo que era un poco difícil estando toda empapada y con el aspecto de alguien que casi se muere ahogado. Pero aun así se veía caóticamente bonita. ¿Por qué tenía que ser tan malditamente hermosa? ¿Por qué no me tenía miedo?
—¿Todavía no lo adivinaste? —repliqué enojado. Por alguna razón me sentía furioso. Con mi vida, con mis padres, con Sofi, conmigo mismo, con TODO.
—Pero... ¿cómo?
—No lo sé, ¿sí? ¡No. Lo. Sé! —grité. —Sólo sé que desde hace unas semanas me convierto en un enorme, peludo y apestoso lobo cada maldita luna llena; y ahora parece que no necesito la puta luna para transformarse en... ¡en esto! —exclamé señalando mis ojos con mis garras.
No podía dejar de hablar. No podía detener las palabras que se escapaban de mi boca como balas de una ametralladora de Schwarzenegger. Palabras que habían estado atoradas en mi pecho mucho antes de que esta locura comenzara. Y ahora no podía detenerme.
—¡Y todo es tu culpa! —exploté. —Todo esto comenzó desde que apareciste para recordarme todo lo que siento por vos. Vos activaste toda esta locura. ¡Porque estoy total, estúpida y desastrosamente enamorado de vos!
Y en cuanto la última bala se me escapó, cuando las palabras salieron disparadas de mi boca como kamikazes suicidas, el hielo apareció. El mundo desapareció de mi alrededor y sólo fui consciente del sufrimiento infernal dentro de mí. Creí oír gritar a Sofi mi nombre, pero no estaba seguro...
Para consuelo de mi cordura, ésta vez no hubo sueños extraños, ruinas fantasmagóricas ni apariciones de heroínas de cuentos de hadas creepys.
De lo siguiente que fui consciente, cuando desperté, fue que me encontraba tirado en la tierra a la orilla del río. El atardecer había caído sobre el río, pintando el cielo de rosa y celeste, las sombras de los árboles alargándose y las ranas cantando conforme el sol se escondía.
Intenté incorporarme, pero me fue imposible. Toda la energía de mi cuerpo se había evaporado. No tenía fuerzas ni para levantar la cabeza. Además, estaba todo mojado y mi ropa estaba hecha un desastre. Había vuelto a ser humano, un magullado, sucio y agotado humano normal.
Unos dedos delgados quitaron mi cabello mojado de los ojos.
Miré hacia arriba, y me encontré con los enormes ojos de Sofi; ojos ambarinos como siempre, pero también rojos por el agua y el llanto. Sin embargo, en ellos no había miedo ni repulsión, tan sólo sorpresa y confusión. Sofi estaba sentada a mi lado, con sus piernas debajo de mi cabeza. Hasta ese momento no me había dado cuenta que había dormido sobre su regazo. ¿Y cuánto tiempo estuve dormido? ¿Unos minutos? ¿Horas?
—Despertaste —dijo claramente aliviada.
Ella aún seguía allí. Sofi estaba un poco más seca que yo; su cabello era un halo enmarañado que caía por su espalda y había intentado arreglarse un poco la ropa, pero parecía haber perdido una zapatilla en el río.
A pesar de su frágil aspecto, ella se veía decidida, como si supiese que se avecinaba otra pelea y esta vez no se iba a quedar callada.
—Ni lo pienses —me dijo, con su voz rasposa debido al agua que había tragado.
—¿En serio? Y yo que creía que abrir un Starbucks en Reconquista era buena idea.
Sofi dejó escapar un suspiro antes de decir:
—A veces podés ser tan desesperante.
Otra vez intenté levantarme, sin éxito.
—¡Quedate quieto! Estás hecho bolsa —me regañó.
Y tenía razón. Me sentía como una bolsa de plástico, desinflado. Ya ni siquiera tenía energía para seguir enojado. Así que me quedé ahí en silencio por lun largo tiempo, tirado sobre el regazo de Sofi. Ella me acariciara el cabello como cuando éramos pequeños y ella jugaba a la peluquera con mi cabeza mientras respondía a sus preguntas. De nada servía ocultar la verdad.
—¿Sos un hombre lobo?
—Un lobizón —le corregí—. Creo que hay algunas diferencias.
—¿Desde cuándo?
—Me transformé hace dos martes, pero por lo que sé nací así.
—Creí que sólo los séptimos hijos varones eran lobizones.
—Yo también.
Evité comentarle sobre mis dudas con respecto a mi nacimiento y ella no siguió indagando en ese tema. Había cosas que debía guardarme para mí.
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Editado: 11.11.2020