El chico ojos de fuego

17. El lobizón equivocado

Unos veinte minutos después, nos encontrábamos siguiendo al perro negro por las calles de Avellaneda, la ciudad vecina; Lucas en su bici y yo en la mía, con Sofi sentada en el manubrio.

La casa del Dr. Cabral era, según las escasas indicaciones que venían en la misteriosa nota, en realidad una estancia llamada Claro de Luna que se encontraba a las afueras de Avellaneda, prácticamente llegando a la zona rural. Y, aunque tenía una vaga idea cómo llegar a la casa, me sentía aliviado de que el perro nos sirviera de guía. En esta zona no había tanta luz al anochecer, las viejas casonas se escondían tras grandes árboles y el tránsito desaparecía completamente.

Ya faltaba poco para llegar, cuando las cosas se complicaron.

A Lucas se le pinchó una rueda y tuvimos que detenernos al costado del camino. Pero al ver el clavo en el neumático, supe que no teníamos solución.

—Vamos a tener que seguir a pie —dije mirando a mi alrededor.

Parecía que la rueda eligió el lugar más terrorífico para pincharse. Un camino de tierra rodeado por altos matorrales que proyectaban sombras alargadas sobre nosotros. Sin alumbrado eléctrico, sin casas cercas, sin un alma que cruzase en nuestra ayuda ¡y sin señal en nuestros teléfonos!

—Esto no me gusta —dijo Lucas, intentando no entrar en pánico.

Sofi tomó mi mano. No dijo nada; pero por la forma en que miraba a los matorrales cercanos, estaba seguro que prefería estar en cualquier otra parte. Incluso el perro se veía nervioso. Y eso no era bueno.

—Dale, vamos —dije antes de que mis amigos me contagien su miedo.

Y los tres comenzamos a caminar, siguiendo al perro con nuestras bicis a la par.

«¿Cuánto faltaba?» calculé «Un kilómetro, quizás menos. ¿Y qué era lo peor que podía pasar?»

Mala pregunta.

Apenas hicimos unos metros antes de que los tipos malos se presentaron.

Una silueta humana apareció de la nada, impidiendo nuestro paso.

Sofi ahogó un grito y el perro comenzó a gruñirle tan ferozmente que incluso a mí me dio miedo; y eso que parecía estar protegiéndonos. Estuve a punto de preguntarme de qué, cuando vi los brillantes colmillos de ese tipo.

«¡La puta madre!»

—Miren, chicos. Nuestra cena —sonrió. Era alto y tenía largas y sucias rastas—. ¿Qué te parecen, Pepe?

«¿En serio? ¿Un vampiro llamado Pepe?» estuve a punto de preguntarme, pero todo mi humor desapareció cuando vi que Rastitas se dirigía a alguien más detrás de nosotros.

Eran dos. ¡Mierda!

El vampiro al que se dirigía, el tal Pepe, tenía una larga cicatriz que cruzaba por su ojo izquierdo. Ninguno parecía ser mucho mayor que nosotros y eran tan pálidos y delgados que casi, casi daban. Tenían un aspecto similar al de Alfonsina; andrajosos y sucios, como vagabundos. Ni siquiera se habían molestado en quitar la sangre de la ropa y, por su olor, se preocupaban mucho menos por darse un baño.

—Lindo look —las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera contenerlas—. Robert Pattinson vagabundo con una mezcla de Bob Marley. Me gustan tus rastas.

—Un pendejo que se hace el gracioso, ¿eh? —dijo Rastita, lamiéndose los colmillos—. La sangre de los sarcásticos siempre es más amarga, pero también algo picante.

—¿En serio? La gente siempre dice que soy un dulce de leche —respondí. Sabía que estaba siendo idiota, pero debía encontrar la forma de hacer tiempo. Debía buscar la manera de sacar a mis amigos de acá.

—Ya basta de boludeces, tengo hambre —una voz que provino de un árbol cercano.

En menos de un segundo, alguien más apareció junto a los otros dos vampiros. Un niño de unos doce o trece años, pálido y de sucio cabello castaño. Se veía un poco mejor que los otros, pero también se veía más feroz y frío con su sonrisa infantil adornada con un par de colmillos. Era...

Dirigí una mirada a Lucas y supe que teníamos lo mismo en la cabeza. Este vampiro era el mismo chico que habíamos encontrado en el monte hace unas semanas. Nuestra teoría había sido cierta. Y eso no mejoraba las cosas.

Además noté que mi amigo tenía una mano en el bolsillo de su pantalón. Su daga. Al fin la paranoia de Lucas servía para algo.

Miré a Sofi un instante. Ella seguía fuertemente agarrada a mi mano y el terror invadía sus ojos miel, pero también la decisión y el valor. Ella no se quedaría parada a esperar convertirse en un caramelo relleno para estos tipos. Y yo no podría amarla más que en este momento.

Pero de ninguna manera dejaría que ellos peleen. No permitiría que les pase algo. Yo los había metido en todo esto, yo los sacaría.

Si tan sólo estuviera seguro de que funcionaría...

Pero antes de que pudiera poner mi horrible plan en marcha. Una sombra pasó a gran velocidad y cuando volteé, el tal Pepe arrancó a Sofi de mi lado.

—¡Sofi! —gritamos Lucas y yo al mismo tiempo.

Un segundo ella estaba sosteniendo mi mano y, al siguiente, tenía el brazo de Pepe apretándole dolorosamente el cuello.

—Mirá lo que tengo —se me burló el desgraciado.

A la mierda mi plan.

El fuego comenzó a hervir dentro de mi pecho y un cosquilleo recorrió mi piel, como si me estuvieran clavando un montón de agujas calientes. Mi vista se nublo. Pero cuando volví pestañear, todo se veía diferente, mejor.

«Visión lobuna, activada» sonreí, mostrando mis caninos.

Dirigí un vistazo a Lucas que tenía los ojos como platos. Sabía exactamente lo que mi amigo estaba viendo: mi forma semi-perruna. Pero en cuanto entendió mi mirada, su sorpresa dio paso a la decisión. Sabía qué debía hacer. Incluso el perro pareció entenderme.

—Ahora —dijo Rastas—, esto se pone interesante.

—Te metiste con el lobizón equivocado, amigo —gruñí.

Con un poco de esfuerzo, lo logré. Aullé de manera dramática y logré mi objetivo: desviar la atención de los vampiros a mí. Y todos entendieron la señal.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.