El chico ojos de fuego

18. La niña de mi sueño

Debía admitir que la estancia del Doc era bastante impresionante.

Ya había anochecido cuando nos encontramos con un cartel de madera que anunciaba "Estancia Claro de Luna", adornado con grabados entrelazados que parecían celtas y que, extrañamente, me transmitían una sensación de tranquilidad y protección. Lo que no hacía más que intensificar mis ganas de tirarme en una cama suavecita. El casi cambio y la pelea, sumado al contacto con el metal bendito me había dejado hecho polvo. Apenas podía caminar, sosteniéndome por Lucas.

—Seguro esta casa tiene más de un gualicho encima —susurró mi amigo mientras la señora tenebrosa nos guiaba por el camino de tierra que llevaba a la estancia.

En realidad, la casa era prácticamente una mansión de estilo colonial de color hueso a la luz de la luna. De una sola planta pero imponente, con una gran puerta y altas ventanas oscuras enrejadas, y una hermosa fachada con molduras de enredaderas y pilares que parecían troncos. Algo así como la Casita de Tucumán, pero más alta, grande y aterradora. Porque con la luz de la luna, el extraño silencio a su alrededor y la sombra de un monte detrás, la casa parecía una locación adecuada para una película de terror. Y teniendo en cuenta que estaba en presencia de una auténtica bruja y casi nos matan unos vampiros vagabundos, mi vida no estaba muy lejos de parecerse a una de esas películas. Tan sólo faltaba que se nos aparezca Freddy Krueger en una cita romántica con La Llorona y estábamos todos.

La mujer se volteó y sonrió a ver nuestras caras de asombro.

—Linda casa, ¿no? —preguntó en español con aire orgulloso.

—Es hermosa —susurró Sofi a mi lado. Ella se encontraba mejor que yo, pero aun así no había soltado mi mano izquierda en todo el camino y sus ojos tenían esa mirada de hambrienta y decidida curiosidad.

—Aterradora —comentó Lucas, bromeando a pesar de que se lo veía, como mínimo, incómodo con toda esta situación—. Linda, pero aterradora.

—Oh. Yo no le tendría miedo al lugar —dijo la mujer con una sonrisa misteriosa, mientras abría la puerta de la casa—, sino a los que viven en ella.

Lucas tragó saliva.

Pero lo que vimos en cuanto entramos a la casa fue una sala de estar común y corriente; para nada aterradora. Muebles antiguos de madera oscura, chucherías provenientes de diferentes partes del mundo, una mezcla de cuadros antiguos y abstractos, libros por todos lados; incluso había varios juguetes por el piso y los sillones. La casa parecía formar un cuadrado con un patio interno; porque luego del living y el comedor, se veía, a través de los ventanales, un aljibe en medio de un patio antiguo. Todo estaba iluminado con luces cálidas y la música clásica sonaba desde el estéreo. ¿Chopin? Ni idea. Aunque debía ser bastante tarde, la casa parecía bullir energía.

Definitivamente esta no era lo que yo tenía por casa embrujada.

—Francisco, ya llegamos —anunció la señora al ver que no había nadie en la sala—. Y traé algo de Benedictio —agregó mirando mi mano quemada por el metal bendito.

Y en menos de un parpadeo, apareció el Dr. Cabral.

—Pero, ¿qué les pasó? —se detuvo al vernos cubiertos de tierra y algunos raspones y bastanteaste preocupado por la mención de aquella droga. Debía admitir que se veía diferente, casi rudo, con una camisa leñadora en vez de su bata de doctor.

—Sentalo —ordenó Doña Bruja y Lucas me guío a uno de los sillones individuales.

—Tres vagabundos con colmillos —dije, cerrando con fuerza los ojos para que se vayan las manchas oscuras en mi vista—. Eso nos pasó.

Y ahí estaba de vuelta; mi extraño sentido del humor en cuanto me sentía incómodo y doloroso. No podía evitarlo, simplemente se me escapaba. Además, el escozor en mi mano no me dejaba pensar mucho que digamos. Casi había olvidado lo mucho que dolía el contacto con algo bendecido... casi.

—Oh, lo siento —se lamentó, mientras buscaba dentro de un botiquín de primeros auxilios en una estantería llena de libros y objetos esotéricos (estatuillas de diferentes deidades, velas cajas y frascos con andá-a-saber-qué)—. En un momento...

—¡Tía Esther! —dijo una muchacha al entrar a la sala—. Papá, ¿qué pasa?

—Aquí está —dijo el Doc sacando una jeringa y un vial de una cajita blanca, sin prestarle mucha atención a su hija.

—¿Benedictio? ¿Pero qué...?

—Nara, ahora no —dijo el doctor, arrodillándose a mi lado—. Nahuel, tu mano.

Le extendí mi mano derecha y él insertó la jeringa en la vena de mi muñeca. Me quedé viendo como las ampollas negras de mi palma desaparecían y mis venas dejaban de parecer estar rellenas de tinta. Luego de un minuto, el dolor aminoró unos decimales y la quemadura ya parecía cicatrizar.

—El dolor tardará un poco en irse, pero no quedará cicatriz —dijo y se permitió una sonrisa—. Sin embargo, deberíamos dejar de vernos así.

—Estoy de acuerdo —también sonreí mientras me levantaba del sillón. El marero había desaparecido y podía quedarme parado. No me sentía cómodo siendo el único sentado. Sofi apareció a mi lado y entrelacé mis dedos con los de ella, sin importarme el dolor.

—¿Alguien me puede explicar qué está pasando acá? —exclamó la hija del Doc, entre confundida y molesta—. ¿Y dónde está Homero?

—Haciendo guardia —respondió tranquilamente Esther.

—¿Qué pasó? —preguntó preocupada. Entonces reparó en nosotros, y su preocupación cambió a molestia y confusión—. ¿Quiénes son ellos?

Me hubiera gustado regresarle una mirada de fastidio. Pero en cuanto la vi... la reconocí. Era la niña de mi sueño, la de los ojos de luna. Su cabello era una cascada oscura sobre sus hombros y su rostro moreno aún conservaba una belleza aniñada con rasgos aborígenes. Bueno, quizás fuera más bonita si no tuviera esa expresión gruñona. Lo único distinto en ella eran sus ojos pardos, no dorados como los había visto en mi sueño.




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