El chico ojos de fuego

19. Toda verdad tiene un precio

¿Alguna vez tuvieron esa sensación, cuando te despiertas de un sueño muy loco, totalmente diferente a tu vida, pero muy bueno? ¿Ese desesperado deseo de volver a meterte en esa realidad mucho más emocionante que tu aburrida vida?

Bueno. Yo sentía algo como eso, y también lo contrario. Era como si mi vida anterior a la maldita luna llena se hubiera convertido en un sueño, uno que ya se borraba de mi memoria, cada vez más lejano y borroso. Y el presente plagado de cosas sobrenaturales era la realidad con la que me despertaba cada mañana. Era como si me hubiera transportado a una dimensión alterna, como si todo se pusiera patas para arriba. Y no me gustaba.

Nunca pensé decir esto, pero deseaba con todas mis fuerzas volver a tener mi vieja vida. Volver a ser un típico adolescente de diecisiete años que pierde el tiempo con su mejor amigo y sus únicas preocupaciones son elegir una carrera que estudiar y a una chica con quien perder la virginidad. Quería dejar de ser un lobizón. No quería estar en una casa embrujada con otro licántropo y un par de brujas con mal carácter, no quería casi haber sido devorados por vampiros y, sobre todo, no quería poner en peligro a mis amigos.

Y no, no quería saber que mi propio padre me ocultaba secretos. Saber que quizás él ni siquiera era mi padre. La verdad era que no me gustaba pensar mucho en eso. Trataba todo el tiempo de esconder esas palabras en mi cabeza, hacerlas un bollito y tirarlas en lo más recóndito de mi cerebro. Pero éstas volvían una y otra y otra vez...

«¡Él no es tu hijo! ¡Él no es tu hijo! ¡Él no es tu hijo!»

Un eco constante resonando en mi cabeza.

Y si yo no era el hijo de Sebastián Lowell, de quién lo era. ¿Quién era mi padre? Y mi madre ¿era realmente mi madre? ¿Ella había engañado a mi padre? ¿O era hijo de otra mujer? Brenda, Mica ¿eran mis hermanas? ¡¿Quién era yo?!

Unos dedos me hicieron cosquillas en la pierna.

Miré hacia la mano de Sofi que distraídamente trazaba círculos en uno de los agujeros de mis vaqueros, devolviéndome a la realidad.

Seguíamos en la casa del Dr. Cabral. Aunque no había pasado ni una hora desde nuestra llegada, parecía que habían pasado siglos desde que salimos de mi casa.

El Doc nos estaba explicando que vivía allí con Nara, su gruñona hija menor y cuyo nombre en realidad era Nahiara. También estaban otras dos de sus siete hijas: Pilar y Milagros, y su nieto Jamie, el bebé de Pilar. No mencionó a su esposa ni llevaba anillo un anillo. Y al parecer, Esther Maccia, la bruja que nos había salvado, y que estaba sentada en el otro silloncito frente a nosotros, era solo una amiga de la familia y la instructora de Nara.

Miré a mis amigos. Lucas tamborileaba su pie de manera exasperante a mi lado. Y Sofi había dejado de jugar nerviosamente con su cabello y había optado por agrandar los agujeros de mi jean, haciéndome cosquillas. Antes de que me agarre un ataque de risa, tomé su mano y entrelacé sus dedos con los míos.

—Nahuel —dijo Francisco, llamando mi atención—. ¿Podrías describirme como fueron tus transformaciones?

—¿Qué? Yo, em... —A decir verdad, no estaba muy seguro de cómo contestar—. ¿Horribles? —respondí, luego de un momento, intentando ignorar sus miradas penetrantes—. Nunca había sentido un dolor como ese. Siento como si entrara en combustión espontánea. Y después de eso me da un hambre terrible, termino comiéndome cualquier bicho que se me atraviese. Y luego, cuando vuelvo a ser humano... Es como si me hubiera caído en agua helada. No sé qué es peor.

Cuando terminé de hablar, todos en la sala tenían sus ojos sobre mí, y yo odiaba ser el centro de atención. Sofi y Lucas me miraban con pena y empatía, ellos sabían cuánto odiaba hablar del dolor. Pero el único que sabía cómo podía sentirme era Francisco, quien me miraba como si se reconociese en mí. Pero también había asombro en su rostro, al igual que en el de Esther.

—¿Sos consciente? —preguntó el Doc, con ese tono curioso de quien quiere comprender algo pero intentando no incomodar al otro—. Quiero decir, ¿Seguís razonando normalmente? ¿Recordás lo que pasó durante esas horas?

—Yo... Em, sí —contesté, frunciendo el ceño ante su pregunta. Recordaba cada detalle de esas noches de mierda. El cambio, la luna, el olor a perro, Alfonsina, el fuego y el hielo. Todo—. Sigo siendo yo mismo.

—Disculpá que sea tan insistente —dijo Francisco, inclinándose un poso al frente desde el silloncito que ocupaba, completamente fascinado por mi respuesta—, pero a la hora de cazar, ¿lográs razonar antes de actuar?

—Sí, los chanchos de los criaderos cercanos me tientan mucho, pero trato de mantenerme alejados de ellos. Estaría mal si me los robase.

—Eso es impresionante —exclamó sorprendido Francisco. Y al parecer, esa misma sorpresa había en nuestros rostros, porque se explicó —. La licantropía es algo muy difícil de sobrellevar. Para algunos de nosotros, la bestia es más fuerte. Se convierten en monstruos cuyo único deseo es matar cualquier cosa que vean durante la luna llena. Sin importar si es animal o humano, desconocido o amigo, todo se convierte en una presa.

—Basta, Fran. Estas asustando al chico —intervino Esther.

«¿Un monstruo cuyo único deseo es matar?»

Ese se había vuelto mi miedo más terrible desde aquella luna llena. Lo último que quería era transformarme en una bestia sanguinaria.

—Oh. No tenés por qué preocuparte —aclaró el Dr. Cabral, al ver el terror en mi rostro—. Hemos estado vigilándote en cuanto nos dimos cuenta de que ya alunaste.

—De acuerdo... —comentó Lucas, mirándome extrañado—. No sé si eso me consuela o vuelve todo más raro. —Sofi asintió distraídamente. Y yo no podía estar más de acuerdo con mi amigo.

—Lo sé, es incómodo —admitió el Doc—, pero al Concejo le gusta estar pendiente de los arcanos, en especial de los recién convertidos.

—En especial de los peligrosos, querrá decir —dije, con un poco de amargura—. Es bien, lo entiendo. Es lo correcto —agregué ante su mirada herida.




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