La noche había resultado tan productiva como esperaba. Es decir: completamente inútil, a excepción del saquito de acónito que me había preparado Esther y unas predicciones que no terminaba de entender.
Un destino que cumplir. Una vida que cambiaría. Unos sueños que me mostrarían la verdad.
Sí, muy útil.
Era casi medianoche cuando el Dr. Cabral nos había traído en su furgoneta y dejó dejado una cuadra antes para no levantar sospechas o algo así. Y gracias a un poco del abracadabra de Esther ya no parecíamos haber sido atacados por vampiros.
Pero, cuando giramos en la esquina, supe que la noche aún no acababa.
Les diré que lo peor no fue casi haber sido la cena de unos vampiros, descubrir que mi doctor era un lobizón o que una bruja me dijera que debía enfrentar a mis pesadillas para descubrir la verdad. Lo peor y más terrorífico fue ver a mis papás y a tía Sara parados en la puerta de mi casa, esperándonos.
—Estamos en el horno —anuncié cuando vi el ceño fruncido en nuestras madres.
—Asados con papas —agregó Lucas, mientras dejábamos nuestras bicicletas en mi casa.
Así que respiramos hondo, enderezamos nuestros hombros y nos preparamos para la ejecución.
—Nahuel Jonatán Lowell—. Sabía que cuando mi madre me llamaba por mi nombre completo, mi cabeza rodaría.
Ella estaba en la puerta, con un aura increíblemente amenazante en comparación a su corta estatura y dulce rostro ahora desfigurado por el enojo. A su lado estaba la mamá de Lucas que aún tenía puesto su uniforme de policía y llevaba su cabello castaño atado en un rodete que lo hacía parecerse a un bombón de chocolate. Tía Sara era apenas más alta que mi madre, pero igual de intimidante. No lo decía por su pistola, sino por sus serios e intimidantes ojos casi tan dorados como los de Sofi. Mi padre estaba un poco más atrás recostado en el marco de la puerta. Él se veía contrastantemente tranquilo en comparación con las dos mujeres.
—Sofía Elizabeth Nardelli y Lucas An...
—Lo sé, mamá. Estoy castigado —Lucas la interrumpió antes de que dijera su vergonzoso segundo nombre.
—Ese es el problema —dijo su madre verdaderamente molesta—, ya estabas castigado por escaparte de noche con Nahuel. Y se vuelven a salir sin permiso, y ahora también Sofi.
—¡¿Qué?! —chilló mi madre—. ¿Cuándo pasó eso?
—Hace casi un mes —contestó Sara.
—¿Nahuel? —inquirió mi mamá.
—Me declaro culpable —respondí, encogiéndome de hombros. De nada servía mentir.
Mi madre no dijo nada, pero parecía que estaba a punto de convertirse en She Hulk. Pero por alguna razón yo no estaba tan asustado como debería. Al parecer esta noche me había cansado al punto en que hasta mis emociones se habían quedado sin baterías.
—Así que ¿qué debo hacer con vos, Lucas? —dijo la mamá de mi amigo, viéndose cansada de pronto—. ¿Quitarte la play? ¿El celular?
—¿Qué tal prestarme atención no sólo cuando me meto en quilombos? —contestó mi amigo, repentinamente furioso—. ¿Qué tal no dejarme solo en casa todo el día? ¿Qué tal no dejar a un chico de diecisiete años al cuidado de su prima menor? —y con eso, salió corriendo a su casa.
—¡Lucas! —lo llamó su mamá.
—Voy con él—. Sofi fue tras Lucas luego de darme una corta mirada que entendí como: "nos vemos luego... si podemos".
Tía Sara dejó escapar un suspiro.
—Será mejor que vaya tras ellos.
Luego de que todos los Nardelli se marcharon a la caza de enfrente, se formó un incómodo silencio.
Y yo realmente me estaba muriendo de sueño. Así que entré a mi casa y cuando estaba junto a mi madre en la puerta, le dije:
—Así que... —bostecé—. ¿Cuál es mi condena? ¿Privación? ¿Reclusión domiciliaria? ¿Tortura?
—Escuchame, Nahuel —ordenó mi madre, siguiéndome. Pero yo ya estaba subiendo la escalera. Mi padre se limitó a cerrar la puerta y quedarse junto a mi mamá, mirándome en silencio como si quisiera saber qué había dentro de mi cabeza.
Me detuve en lo alto de la escalera y los miré con desdén, sin prestarle mucha atención. Sabía que estaba siendo un poco grosero, pero estaba tan cansado, confundido y harto de todo esto que ni siquiera tenía ganas de enfrentarlos para que me digan toda la verdad. Al menos no esa noche. Esa noche sólo quería, por una vez, ser un típico adolescente sarcástico y desobediente.
—Trabajarás todos los días con tu padre, sin excusas y sin paga —impuso Alicia—. Y no saldrás de la casa, a menos que se te ordene y con tu padre o conmigo.
—Okay —me encogí de hombros, aburrido. Esos no eran castigos que yo ya no haya sufrido.... o incumplido.
—De qué sirve, ¿verdad? —dijo mi mamá. De repente se veía muy frustrada—. Vas a volver a escaparte con tus amigos. ¿Verdad?
—Si es necesario sí —admití.
—¿Qué es lo que te pasa, Nahuel? — exclamó ella—. Estás... tan cambiado. Casi no comés, ni dormís. Estás pálido y distraído. Es como si te hubieras encerrado dentro de tu cabeza y alejaras a todo el mundo. No sos el mismo, hijo.
Y esa palabra rompió algo dentro de mí.
—¡Nada! —grité—. No me pasa nada, ¿de acuerdo? —Mis manos apretaron tanto el barandal de la escalera que mis nudillos se pusieron blancos y mi mano derecha ardió de dolor—. Tengo diecisiete años. ¡Dios! Ya soy grande, mamá —apenas pude pronunciar esa última palabra con el nudo que se me formó en la garganta y la estúpidas lágrimas que amenazaban con escaparse de mis ojos—. Soy grande y puedo cuidar de mí mismo.
Con los ojos vidriosos, Alicia se me acercó tentativamente, como si yo fuera un animal que en cualquier momento podría atacarla.
—Nahuel... —dijo Sebastián con ese tono de voz que tanto me asustaba de pequeño. Pero ahora no hacía más que llenarme de ganas de pegarle en la cara.
—¡No! —dije—. No quiero hablar. ¡No quiero hablar con ninguno de ustedes dos! —Ahora sí que estaba gritando. Gritando y llorando. Estaba seguro que para este momento ya había despertado a mis... a las chicas—. ¡No voy a hablar con ustedes hasta que me digan la verdad!
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Editado: 11.11.2020