El chico ojos de fuego

21. Qué sabés de mí

No sé cuánto tiempo estuve así, llorando desesperadamente entre ahogos y gemidos casi animales, con nada más que los brazos de mi hermana mayor atándome a la Tierra.

Jamás me había sentido así, en semejante estado de shock. Aunque tampoco nunca había presenciado un parto y una muerte. ¡Ver morir a mi madre! No me importaba si era un sueño, si nunca había visto a esa mujer, o lo que sea... Ella era mi madre, la que me dio la vida y la que murió por ello. ¡Ella estaba muerta! Jamás tendría la oportunidad de conocerla, de hablar con ella o de tocarla.

No sabía qué hacer. No sabía qué pensar. Qué sentir... Todo era demasiado confuso, como si me encontrara dentro de una burbuja de agua y no podía hacer nada más que ahogarme en mi dolor.

—Nahuel. Nahuel, escuchame —las palabras de Brenda se oían como si estuvieran bajo el agua. Pero el que se estaba ahogando era yo...—. Nahuel, reaccioná. ¡Nahuel!

Otra vez mi hermana me devolvió a la realidad con una cachetada. Tomé una gran bocanada de aire y parpadee varias veces, frotándome mi mejilla adolorida.

—¿Qué...? ¿Qué haces acá? —pregunté, mi voz ahogada y abombada. Aún me encontraba un poco en estado de shock. Pero al menos, ahora podía pensar un poco, concentrarme en el aquí y ahora y no en mis visiones.

Me senté en mi cama, pasándome las manos por la cara. Estaba completamente empapado en sudor y lágrimas, con mi remera y mi pelo pegados a mi cuerpo. No dejaba de temblar como un pollito mojado y me sentía como uno, débil e indefenso.

—Te escuché gritar —dijo, con la misma voz preocupada que había tenido aquella vez que me desmayé en la armería, espantando las lágrimas que no dejaban de rodar por su cara.

La luz de mi habitación seguía apagada pero podía verla gracias a la luz de la calle que entraba por la ventana. Su vieja remera de los Jonas Brother, su cabello en dos trenzas y sus grandes ojos llenos de lágrimas y preocupación, me recordaban cuando éramos pequeños y yo me cruzaba a su cama cuando mis sueños de lobos y Caperucitas Rojas fantasmales me asustaban demasiado. Ahora, ella se veía tan pequeña en comparación con mi larguirucho cuerpo. Sin embargo, ella seguía siendo la mayor, seguía intentando protegerme de los malos sueños. Pero ahora mis sueños eran peores, porque me mostraban la realidad. Y la realidad siempre da más miedo que nuestras pesadillas.

—¿Qué es lo que te está pasando? Decime la verdad, Nahuel —pidió Brenda luego de un largo rato en completo silencio, donde solamente escuchamos los grillos que vivían en la enredadera junto a mi ventana. El barrio estaba en calma a las cuatro de la mañana. Y parecía que mis gritos sólo despertaron a Brenda, pues la casa seguía oscura y silenciosa.

Ya me había calmado lo suficiente como para ponerme cómodo, así que me recosté en el respaldo de mi cama, estirando mis piernas sobre las desechas sábanas. Brenda siguió mi sabio ejemplo y se recostó a mi lado, dejando que apoye la cabeza sobre su hombro, como cuando éramos chiquitos. ¿Por qué los recuerdos vergonzosos parecen más felices cuando estás triste?

—¿Qué sabés de mí? —pregunté en cambio.

Brenda me miró un momento, molesta de que cambiara el tema. Pero de todos modos me siguió la corriente.

—A ver... —dijo golpeteándose el labio con su dedo de modo pensativo—. Cuando eras chiquito soñabas con que Batman te eligiera como el próximo Robin. Le tenés miedo a las alturas. Una vez me quitaste mi notebook para mirar porno; lo sé porque revisé el historial. Tu primer beso te lo dio Sofi y estás enamorado de ella. También sospecho que ustedes dos andan juntos, como amigovios o algo así.

Wow. Esta mujer sí que me conocía.

—Todas son correctas —respondí. Sí, incluso lo del porno—. Pero me refería a... algo que yo no sepa.

—¿A qué te referís?

Suspiré. No había forma "suave" de hacer esto.

—Brenda —dije, girando mi cabeza para mirarla a los ojos—, ¿soy adoptado?

Mi herm... Brenda quedó un momento en silencio, sin quitar sus ojos cafés de los míos, como una firme montaña viendo a un mar desesperado y tormentoso.

—Si —contestó al fin.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —inquirí. No lo dije de forma acusadora, sino curioso. Extrañamente ya no me sentía traicionado y furioso. Era como si todo el dolor, la bronca y la indignación se hubieran ido con el llanto, dejando solamente un hambriento deseo de conocer lo que realmente pasó. Estaba comenzando a entender los motivos de mi familia. Pero ahora deseaba saber la verdad y ya no podían negarme ese derecho.

—Quise hacerlo, una vez —respondió—, cuando cumpliste trece y creí que eras lo suficientemente mayor como para saberlo. Pero primero se lo consulté a mamá...

—Y ella dijo que no —concluí.

—Dijo que aún no era el momento —me corrigió—. Que eso era algo que sólo papá podía contártelo. Porque él fue el que te encontró, supongo.

—¿Qué? ¿Cómo es eso?

—Luego de la muerte de Cristian y de enterarse de que nunca más iba a tener hijos, mamá estaba destrozada. Pero una mañana me desperté y me encontré a mamá con un bebé en la cocina. Ella y papá me dijeron que habías perdido a tus papás y ellos te adoptaron. En ese entonces yo era bastante chica como para entender del todo las cosas. Sólo comprendí que desde ese momento tenía un nuevo hermanito y que había recibido el regalo de reyes más feo que haya visto.

—Adoro tus cuentos antes de dormir —comenté, contento de que mi humor no se haya ido también con el llanto.

Ella sólo se encogió de hombros.

—Pero —dijo, de pronto—, ¿cómo te enteraste?

—Yo... es que...

«¡La puta madre! ¿Cómo le voy a explicar sin que me mande a un loquero? ¿O sin que tenga que decirle la verdad?»

«Muy lindo, Nahuel» me reprochó una vocecita dentro de mi cabeza. «Pedís que te digan la verdad pero vos no se la decís a nadie.»

Pero, mientras yo peleaba conmigo mismo dentro de mi cabeza, una pequeña sombra se asomó por la puerta. Encendí mi velador y allí estaba Mica, con su camisón floreado y su gatito de peluche.




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