Les diré algo: recibir un disparo es una mierda.
Lo sabía porque me encontraba tirado en el duro suelo de cemento, sobre un charco de sangre que se hacía cada vez más grande. No podía resistir el instinto de hacerme bolita y dejar de prestar atención al mundo, aturdido por el dolor. Había dejado de ser medio lobo y la adrenalina se había escapado de mi cuerpo, dejándome solo con el dolor. Mi costado izquierdo, donde el tal Caleb me había apuñalado, empezó a doler feo, pero al menos no se me estaban saliendo las tripas. El problema era mi pierna derecha que no dejaba de sangrar.
Estaba comenzando a sentirme adormecido, cuando la voz de mi padre rugió:
—Ni se te ocurra moverte.
En un segundo, él había aparecido a mi lado y le disparó al cazador que se había despertado de su aturdimiento, el morocho. Logró darle en la muñeca que sujetaba el arma. Ese tipo no lograría disparar en un buen tiempo; algo que mi pierna agradeció.
—Brenda —ordenó Sebastián—, agarrá a tu hermano y váyanse.
—¿Qué? ¡No! —chilló mi hermana—. No te vamos a dejar.
—¡Ahora! —gruñó mi padre con ese tono que daba miedo.
Brenda desgarró un trozo de su remera y la enroscó fuertemente bajo mi rodilla a modo de torniquete. Menos mal que habíamos tomado el mismo curso de primeros auxilios. Y luego pasó mi brazo por sobre su hombro, levantándome del piso; lo que me permitió tener una mejor vista de lo que estaba pasando. Sebastián estaba entre nosotros y el cazador herido y desarmado. El arquero seguía tirado en el piso en la otra vereda, disfrutando de su sueño de belleza.
—Sabés que no podrán escapar —se burló el cazador; ahora apuntando a Sebastián con un una pistola en su otra mano. Ese tipo era más resistente que una cucaracha—. Aunque será un placer pelear contra el famoso Sebastián Lowell.
—¿Te conozco? —preguntó mi padre sin dejar de apuntar a la cabeza del cazador.
—No. ¿Pero qué cazador no conoce a los tres traidores, los protegidos del Concejo? —se burló Caleb con una voz llena de odio y desprecio—. Me encantaría ser yo el que lleve tu cabeza ante La Orden. Allá no habrá hechizo que te proteja.
—No si te mato primero —amenazó Sebastián.
Brenda y yo ahogamos una exclamación; lo último que queríamos ver era a nuestro padre convirtiéndose en asesino frente a nuestros ojos. Pero el cazador comenzó a reír a carcajadas.
—¿Vos, el hombre que no pudo matar su primer arcano? —dijo el sujeto. Yo no le veía la gracia; tampoco es como si entendiera mucho—. Pero, claro. Ahora sos uno de ellos. Si hasta adoptaste un cachorrito de lobizón —añadió señalándome cómo si fuera una montaña de bosta sobre su Jeep—, el hijo de tu mejor amigo. Esta... criatura es una vergüenza para la sangre de los cazadores.
El sonido de un disparo tronó en el silencio de la noche.
—¡Hijo de...! —el cazador cayó de rodillas al piso. Ahora sus dos manos estaban sangrando con heridas de bala.
—Suban al auto —ordenó mi padre. Brenda me metió en el asiento trasero a la vez que Sebastián tomaba el volante y luego subió a mi lado.
Pero antes de arrancar, disparó un par de veces hacia el Jeep, pinchándole un par de llantas. Vaya puntería que tenía mi padre.
—¡Papá tenemos que llevarlo al hospital! —gritó mi hermana histérica. Pero su voz parecía cada vez más lejana conforme mis ojos se iban cerrando los ojos y me dejaba ganar por el sueño.
—No. Hay que llevarlo a un lugar seguro.
—¡Pero, papá! —reprochó Bren.
Este no parecía ser un buen momento para dormir. Pero...
—Confiá en mí...
Mis sueños me llevaron de vuelta a la ciudad en ruinas.
Era yo, o cada vez parecía más destrozada. Más pilares se hallaban en el piso, destrozados, las paredes estaban siendo devoradas por las enredaderas de hojas negras y las nubes sobre mi cabeza era más densas y oscuras.
Pero aun así deseaba quedarme aquí para siempre. Acá no sentía dolor, ni vergüenza o confusión. Nada. No quería volver al mundo real, donde mi vida era un desastre. Un total y completo desastre. Corrección: yo era un total y completo desastre. Así que me hice bolita con mi perruno cuerpo, esperando permanecer en posición fetal el fin de los tiempos.
«No seas tonto» escuché decir la voz de esa mujer que siempre aparecía en mis sueños, viniendo de todas partes. Y sólo entonces me di cuenta de que su extraña voz era una combinación de las voces de mis madres: de Alicia y Eleonor; pero con un inusual acento neutro.
Y un momento después, ella estaba parada frente a mí.
Todavía seguía sin entender por qué esa Caperucita Roja aparecía en casi todos mis sueños. Era demasiado perfecta como para ser invención de mi imaginación. Y no podía ser una premonición. Jamás encontraría una muchacha como ella; con su cabello plateado y ojos dorados. Ella era demasiado hermosa y etérea.
«Quiero quedarme con vos» le dije, con esa telepática manera de hablar que tenía siendo un lobizón.
«Claro que no» sonrió como si mi pedido fuera de lo más absurdo... y lo era. «Tú tienes que volver a la realidad».
«¿Quién sos? ¿Por qué siempre estás acá?» pregunté.
«Eso ya lo vas a descubrir» respondió con la voz de las mujeres que amaba. «Pero para eso tendrás que volver a la realidad».
«¿Para qué? Si no sirvo para nada. Siempre lo arruino todo».
«Tu familia y tus amigos te necesitan. Yo te necesito».
«Pero decime quién sos, por favor» supliqué.
«Ya lo sabrás, Nahuel Lowell» sonrió, con un guiño y su figura comenzó a desvanecerse en el aire. «Cuando sea el momento.»
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Editado: 11.11.2020