El chico ojos de fuego

27. Lo que siempre había querido

Los oscuros y cálidos ojos de mi madre me miraban fijamente a través del papel.

Había pasado horas, acostado en mi cama, con el ruido del ventilador como única compañía. Sin hacer otra cosa que no sea mirar su fotografía mientras hacía girar el otro dije, el de plata sin bendecir, entre mis nudillos. Ese dije tenía grabada una estrella en vez de un sol, con ocho puntas como una rosa de los vientos. Pero al igual que el medallón de Max, éste tenía una inscripción del otro lado:

—Eleonor Soraya Sihir.

Articulé el nombre completo de mi madre tantas veces que se había convertido en un mantra, en una canción de cuna hecha solamente para mí, en un secreto.

Había tres fotografías en la caja, junto con los collares y Orión.

Una era la fotografía que había encontrado en la oficina de Sebastián. La de un Nahuel recién nacido en los brazos de una mujer. Sólo entonces reconocí la mantita verde y las manos de Sara. Esa fotografía había sido tomada en la ambulancia o poco después de que yo naciera, después de haber quedado huérfano de madre.

La segunda foto era una instantánea de dos chicos, no mucho mayores que yo. Estaban sentados sobre el capó Ramona -que se veía nueva y radiante- con ropas pasadas de moda y peinados horrendos. Inmediatamente, reconocí a Sebastián, alto y elegante, con su cabello rubio más largo y alborotado de lo que yo recordaba haberlo visto nunca y su encantadora sonrisa. Tenía un brazo estirado, como si estuviera sujetando la cámara. Junto a él estaba Max, con un brazo sobre los hombros de su amigo. Su otro brazo mostraba orgullosamente un tatuaje en la muñeca recién hecho, con la piel roja alrededor. Era el mismo símbolo del medallón, cuatro flechas sobre un sol. El símbolo de los cazadores.

Entonces comprendí por qué me parecía tan familiar cuando lo vi en mi sueño. Sus rasgos duros y angulosos... y sus ojos. Unos ojos fríos y oscuros como el Mar Austral, imposiblemente azules. Iguales a los míos.

El rostro de Max me resultaba familiar porque era igual al mío.

Pero era la última fotografía la que no podía dejar de ver.

La fotografía parecía haber sido tomada en un día muy soleado y ventoso. Eleonor estaba recostada por una tranquera, con un campo de girasoles detrás suyo y el viento agitando su cabello negro que intentaba controlar con una mano. Ella se veía tan hermosa con su suéter a rayas y vaquero de tiro alto. Su rostro tenía la expresión de alguien que estaba intentando no reírse de un chiste; con su sonrisa ladeada, las mejillas rojas y ojos achinados por el sol. Se veía tan enamorada, tan llena de alegría que no podía evitar devolverle una sonrisa. Quien hubiera visto esa foto, hubiera pensado que esa mujer había encontrado el amor de su vida y estaría viviendo feliz por siempre. No había nada en esa foto que delatara su...

—Hey —la voz Sofi me devolvió a la realidad—, hola.

Sofi había aparecido de la nada, como un ninja. Cómodamente sentada sobre el alféizar, golpeando la pared con sus talones que no llegaban al piso. Junto con sus lentes y su espeso cabello en dos colitas, ella era la encarnación de la inocencia. Pero su mirada era todo menos inocente.

—¿Qué haces acá? —pregunté, sin poder contener la sorpresa en mi voz. En menos de un segundo me había sentado sobre la cama, intentando esconder las fotos en la caja—. ¿Hace cuánto que estás ahí?

—Un ratito —admitió, con una sonrisa que pareció iluminar mi habitación a oscuras. La luz del velador apenas me dejaba verla contra el cielo estrellado—. ¿Qué tiene esa foto? ¿Es tu otra novia? —a pesar de que su tono casual, había un filo de celos en su voz.

Ella sabía que yo no tenía -y nunca tuve- novia. Pero en lo que al cerebro femenino respecta, yo podría haberle mentido. Nunca faltaban esos chicos que sólo querían un amor de verano. Aunque, claro, tampoco habíamos oficializado lo nuestro. Sea lo que sea "lo nuestro".

—Es mi mamá: Eleonor —respondí, sin poder evitar sonreír. A pesar de sus intenciones, Sofi se veía adorable cuando estaba celosa.

Eso hizo que su postura se relajara un poco y la curiosidad brilló tras sus lentes. Y antes de que pueda invitarla, ella ya se había arrodillado a mi lado en la cama.

—¿Cómo estás? —preguntó, golpeando suavemente su hombro con el mío.

—Mejor. Algo confundido, pero mejor —contesté, devolviéndole el golpe—. Pero repito: ¿qué haces? Son como las doce. ¿Tu tía no les había puesto un toque de queda?

—Puede que crean que estoy inocentemente dormida en mi cama.

—¿Y no deberías respetar las reglas de alguien que sabe cómo disparar un arma?

—No podría ir a dormir sin saber que mi novio emocionalmente inestable se encuentra bien.

«¿Novio? ¿Había dicho la palabra con N?»

Y pareció que ella también se dio cuenta de que había usado esa palabra sin querer. Porque su cara se puso tan roja como un tomate. No pude controlar el impulso de llevar mis labios hasta su mejilla.

—Me gusta —sonreí.

—Así que... —dijo en un intento de cambiar de tema, viéndose repentinamente tímida—. ¿Me presentarías a tu mamá?

Le entregué la fotografía de Eleonor. No había tenido en cuenta mostrarles los recuerdos de la caja a mis amigos. Pero había algo en el hecho de que Sofi viera a mi madre biológica que me hizo sentir bien. No quería que Eleonor se quede en el olvido. Ella merecía ser recordada, aunque sea por unas pocas personas. Merecía que recuerden que ella había sacrificado su vida por la de su hijo maldito. La gente tenía que saber que jamás nadie extrañaría más a una persona de lo que yo extrañaba a esa mujer que nunca pude conocer.

—Era muy linda —dijo Sofi en un susurro, intercambiando miradas, de la foto a mí y devuelta a la foto. Pero no pude evitar sentir que había una especie de reconocimiento en sus ojos. Aunque eso era imposible, obvio. ¿Cómo podría haber conocido Sofi a Eleonor, que murió antes de que ella naciera? —Sos muy parecido a ella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.