El chico ojos de fuego

Epílogo

Todo había quedado en calma.

En aquel lugar escondido entre aromos, sauces y ceibos sangrantes ya no quedaban rastros de la batalla. La lluvia se había encargado de borrar los charcos de sangre y el dulce aroma a tierra mojada ocultaba la pestilencia a muerte. En aquel claro ya no quedaba nadie en pie.

Excepto ella.

Una mujer de cabello de oro y sonrisa helada había estado observando el desértico claro desde hacía horas, con los ojos fijos en el cadáver a sus pies.

Él había fracasado. Su misión había sido ridículamente sencilla y aun así fracasó. Lo que quedaba de su rostro, que alguna vez fue hermoso, ahora yacía en el barro, calcinado por el fuego de los cazadores. Muerto.

Su memoria le dijo que debería de haberse sentido triste, destrozada quizás, por la muerte de su amante. Pero hacía tiempo que su pecho ya no albergaba emociones inútiles como el afecto o la culpa. La maldición la había liberado de todo ello. Ahora ella tenía una misión. Algo más importante que cualquier cosa que hubiera tenido en su miserable vida humana:

El Despertar.

Pero para la llegada de esa gloriosa noche, necesitaban algunos ingredientes especiales; la tarea de Walter había sido conseguirlos. Dos ahijados de la luna. Tan sólo dos adolescentes.

«¿Qué tan difícil podría haber sido?» suspiró la mujer, dispuesta a marcharse de aquel lugar. Pero en ese momento, algo se movió entre los árboles.

Ante la idea de que podía ser un cazador o un Centinela, la mujer se puso en rígida, lista para atacar.

Sin embargo, lo que salió de entre el matorral frente suyo no era el enemigo. Era un niño. De unos doce o trece años, con sucio cabello castaño y colmillos brillantes, empapado y cubierto de sangre y mugre.

Lo reconoció al instante. Era el niño de su amante, su más reciente mascota.

—Mi señora —exclamó el niño tirándose al barro en una atemorizada referencia. Él nunca la había visto antes, pero la hubiera reconocido con la facilidad con la que se reconoce a la primera nevada, algo hermoso que anticipa crueldad.

—Levantate —ordenó ella—. Tenemos mucho por hacer todavía.

«Y yo tengo que visitar a unas personas» agregó en silencio, con una sonrisa maliciosa en sus hermoso labios.




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