El chico que salvó mi vida

Capítulo 12

Anoche seguimos charlando durante un buen rato, pero todos teníamos compromisos y cosas que hacer, así que, alrededor de las nueve de la noche, nos despedimos y nos fuimos por caminos diferentes.

Cuando llegué a casa, encontré a mi madre en perfecto estado, tan tranquila y normal que casi dudé de si había tenido alguna recaída. Sin embargo, sabía que no podía relajarme por completo, debía seguir atenta y pendiente de cualquier cambio.

—¿Aida? —me llamó mi madre, impidiéndome cruzar la puerta de mi habitación.

—¿Sí? —respondí, deteniéndome en el umbral, un poco extrañada.

—¿Puedes venir un momento? Necesito hablar de algo contigo —dijo, se veía tensa, lo que inmediatamente me preocupó.

Seguramente les ha pasado en algún momento esa sensación de que el corazón se va a salir del pecho cuando alguien te dice: "Tengo que hablar contigo", o "Necesito hablar contigo", o incluso, lo peor de todo, "Mañana hablamos".

Aunque no hayas hecho nada, esas palabras por sí solas tienen el poder de aterrorizarnos.

—¿Qué sucede? —pregunté, sintiendo cómo el alma se me escapaba del cuerpo al instante.

Ella se sentó en la mesa y, con un gesto imperativo, me indicó que la imitara.

—¿Qué es esto? —dijo, sacando un sobre del bolsillo de su abrigo con una expresión desconcertada.

Mierda.

—¿Por qué llegó esto hoy? —volvió a preguntar, esta vez en un tono más grave, mientras su mirada se fijaba en el sobre con evidente confusión—. ¿Quién es Danna?

—No lo sé... —dije, y mi madre me miró fijamente, con esa expresión que solo ella podía poner, como si no me creyera en lo más mínimo—. Hablo en serio, ma. Han estado llegando desde...

—¿Desde cuándo?

Tragué saliva, nerviosa, buscando las palabras correctas, pero no las encontraba.

—Desde lo de... Luna —murmuré finalmente, como si pronunciar su nombre me quemara la lengua.

Mi madre soltó el sobre con tal violencia que parecía que lo había tocado con fuego, y se alejó de él como si le hubiera quemado las manos.

Su rostro se distorsionó por el enfado.

—¡¿Por qué no me dijiste nada?! —gritó, la voz tan elevada que resonaba en toda la habitación—. ¡¿Sabes lo que significa esto?! ¡¿No tienes ni la más mínima sospecha de quién debe ser?! —exclamó, como si ella tuviera todas las respuestas, aunque yo sabía que no era así.

—No me grites...

—¡Puede ser la maldita que asesinó a tu hermana! ¡¿Lo entiendes?! ¡Sólo alguien culpable haría algo como esto, Aida! —su voz estalló con furia.

—Mamá... —respondí, sintiendo el nudo en mi garganta, incapaz de contener el llanto.

—¡Y tú lo recibiste todo! —gritó, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Sus palabras me golpearon con fuerza, como una bofetada que me dejaba sin aliento—. ¡Vi el dinero que escondes, y es todo de ella!

Ella jamás me había pegado, pero bastaba un solo grito para destrozarme por dentro. No importaba cuán fuerte fuera, ni cuán crueles pudieran ser sus palabras, su ira, aunque no se desbordara físicamente, era suficiente para quebrarme.

Un solo grito suyo era capaz de arrastrarme a un mar de lágrimas.

Me encerré en mi habitación y cerré la puerta con fuerza, deslizándome lentamente contra ella hasta caer al suelo. Las lágrimas seguían saliendo sin control, como si no pudieran parar. Me sentía culpable por algo de lo que ni siquiera estábamos seguras, pero, ¿no dicen que las madres siempre tienen razón? ¿No es eso lo que siempre nos han enseñado?

Pero, ¿y si esta vez se estuviera equivocando?

No sé en qué momento me dormí, pero cuando desperté al día siguiente, seguía sentada en el piso, abrazando mis piernas como si fuera la única forma de sostenerme. Sentía mis ojos hinchados, y seguro me veía muy mal. Mi celular comenzó a vibrar en el suelo, interrumpiendo el silencio pesado de la habitación. Era una llamada entrante de Rex. Dejé que sonara una vez, luego otra, y otra más. No iba a responder. No podía.

Me levanté del suelo, y el dolor en mi cuerpo fue inmediato, como si cada músculo estuviera resentido por la posición en la que pasé la noche. El dolor de cabeza no se quedaba atrás, pulsando con cada movimiento. Me tomé una pastilla, con la esperanza de que al menos eso aliviara un poco el malestar, y me dirigí directo a la ducha, evitando la sala y la cocina. Ella estaba allí, parecía que ya todo se le había pasado, pero yo seguía herida, como si las palabras y los gritos del día anterior estuvieran clavados en lo más profundo de mi pecho.

Mientras el agua caía sobre mí, sentí un pequeño golpe en la puerta, casi imperceptible, pero suficiente para sacarme de mis pensamientos.

—Aida —me llamó mi madre.

—¿Qué pasa, Esther? —respondí, intentando sonar calmada, aunque mi tono salió más áspero de lo que esperaba.

—Soy tu mamá, no puedes estar enojada conmigo para siempre.

—No estoy enojada.

—¿Vas a comer algo? —preguntó, cambiando de tema rápidamente—. Dormiste casi todo el día.

—No tengo hambre.

—Hice lasaña —añadió, con un tono que intentaba sonar casual, pero que delataba su esfuerzo por hacerme reaccionar—. Tu comida favorita.

—Son las cuatro de la tarde, puedo aguantar hasta la noche —murmuré, casi como una excusa para no salir.

—No, ya está en el microondas —respondió sin rendirse, como si tuviera una especie de poder secreto para hacerme ceder—. Te quiero en la cocina en cuanto salgas de ahí.

Tardé más de lo normal en salir, pero cuando lo hice, el olor a comida hizo que mi estómago rugiera, como si me recordara lo que había estado ignorando. Al entrar a la sala, ver su rostro me sorprendió completamente, como un golpe inesperado que me dejó helada por un momento.

—Hola —dijo.

Estaba cómodamente sentado en el sillón, como si estuviera en su propia casa, como si todo estuviera bien. Me acerqué rápido, sintiendo que mi corazón latía más fuerte, y le hablé en voz baja.



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En el texto hay: romance, drama, streamers

Editado: 30.12.2024

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