Cuando llegamos al parque, ya era de noche. El lugar estaba lleno de gente. Niños corriendo de un lado a otro, adultos conversando, y abuelos paseando con sus nietos. Las luces brillaban en todas direcciones, iluminando el lugar con colores vibrantes que daban la sensación de un mundo completamente diferente. Nunca había estado en un parque de diversiones, y todo me resultaba tan nuevo, tan fascinante. Me sentí como una niña más, deslumbrada por la magia y la alegría que llenaban el aire.
Rex me miraba como si fuera lo mejor que hubiera visto en su vida.
—¡Mira eso! —le dije, señalando una montaña rusa que pasaba a toda velocidad—. ¡Es una locura!
—¿Quieres subir?
—¡¿Qué?! —exclamé, claramente asustada—. ¿Nunca viste Destino Final 3?
—Eso no va a pasar, Aida —dijo, riéndose de mi reacción.
—¡No lo sabes!
—¿Quieres probarlo? —insistió, sonriendo de forma traviesa.
—No…
—Vamos, va a ser divertido… —dijo, tomándome de la mano y empezando a arrastrarme.
Intenté frenar, clavando los pies en el suelo, pero él, con su fuerza, seguía arrastrándome hacia la montaña rusa. A pesar de mi resistencia, sentía que no podía evitarlo. El ruido de la atracción y las risas a lo lejos se mezclaban con mi creciente nerviosismo. Por más que lo intentaba, no podía soltarme de su mano, me estaba acercando cada vez más a ese viaje aterrador.
—¡Rex!
—Camina.
Bufé en silencio como una niña y dejé de resistirme. La vida es una sola, y hay que vivirla, ¿no es así?
—N-no… —balbuceé, ya sentada en el tren, con las manos aferradas al asiento.
Rex estaba a mi lado con una ligera sonrisa que no me ayudaba para nada.
—Tranquila.
—No… Ya me arrepentí —murmuré, y luego grité—. ¡Me quiero bajar! ¡Por favor, no arranquen!
Pero ya era demasiado tarde. El tren comenzó a tomar velocidad, y Rex, sin perder su compostura, me apretó la mano.
—Si salgo volando de aquí, te juro que…
—¡No seas tan dramática! —gritó, justo cuando el rugido del tren se intensificó y comenzamos a avanzar a toda velocidad, con el viento azotando nuestros rostros, como si el aire quisiera arrancarnos de nuestros asientos.
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH! —comencé a gritar sin cesar, sintiendo cómo el alma se me escapaba con cada vertiginosa bajada.
Rex, a mi lado, reía a carcajadas, mientras yo sentía que se me bajaba la presión. De repente, él tomó mi mano y le dio un breve beso, un gesto inesperado que logró distraerme momentáneamente. Fue entonces cuando, sin darme cuenta, cesé mis gritos y, en su lugar, una sonrisa se dibujó en mi rostro.
—¿Viste que no pasó nada? —dijo Rex con una sonrisa divertida, una vez que finalmente llegamos al final de la caída—. ¿Qué te pareció?
—Horrible... por un momento —respondí, aún recuperándome de la sacudida.
—No hay nada mejor que la adrenalina.
De repente, un grito interrumpió nuestra conversación.
—¡Rex, Rex! —gritaron unas chicas que se acercaban corriendo hacia nosotros—. ¿Rex, podríamos tomarnos una foto contigo?
El rostro de Rex cambió por completo, o al menos esa fue la sensación que tuve. Su expresión pasó de la alegría y emoción del momento a algo más serio, casi distante, como si estuviera preparando una máscara para encajar en una situación que no esperaba.
A medida que más personas comenzaron a acercarse, cada vez más con celulares en mano, Rex pareció incomodarse. Sin poder evitarlo, suspiró y, con una mezcla de amabilidad y un toque de cansancio, dijo:
—Chicos, chicas, realmente me tengo que ir. Quiero disfrutar de un momento privado y divertido, por favor, entiendan... —se disculpó con una sonrisa forzada, antes de tomar mi mano y comenzar a alejarse de la multitud que rápidamente se había formado a nuestro alrededor.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, preocupada.
—Estoy cansado, Aida —respondió con un suspiro pesado—. Siempre es la misma rutina. No puedo salir nunca sin que la gente me esté atosigando.
—Tranquilo… —intenté calmarlo, aunque podía ver que no era tan fácil.
—No, Aida, esos jóvenes no estaban aquí hoy —dijo, con tono frustrado—. Seguramente alguien subió una foto o algo, y ellos aparecieron por eso.
—Rex… —musité, intentando que comprendiera que lo entendía, pero no sabía qué decir.
—No sabes lo agotador que es ser acosado todo el tiempo —admitió, mirando al suelo—. Que investiguen dónde vives y luego vengan a pedir fotos o… —su voz se apagó, como si estuviera hablando de algo más allá de su control.
En ese momento, buscando una manera de sacarlo de su agobio, lo interrumpí, levantando la mirada y señalando hacia un lado.
—¡Mira! —dije, con la intención de distraerlo, y funcionó—. ¡Un carrusel!
Lo jalé del brazo y comencé a correr, arrastrándolo conmigo esta vez, sin darme cuenta de lo emocionada que estaba.
—¡Un caballito! —exclamé, y mi voz se escuchó tan infantil que no pude evitar sonrojarme un poco.
—¿Vas a subir? —me preguntó Rex, con una ceja levantada, como si no estuviera del todo convencido.
—¡Claro! —respondí—. Y tú también.
—Ni loco —dijo, cruzándose de brazos y mostrando esa actitud habitual de resistencia.
—Yo me subí a la montaña rusa —le recordé, levantando el mentón con aire desafiante—. Es tu turno ahora.
—Está repleto de niños —murmuró, mirando hacia el carrusel con una expresión dubitativa—. Le quitaría el lugar a alguien más.
—No veo a ningún niño esperando para subir.
—Aida…
—Vamos —insistí, tirando suavemente de su brazo, con una sonrisa traviesa.
Le entregamos dos boletos al señor que estaba esperando y, con una sonrisa, nos subimos a los caballitos del carrusel. En realidad, Rex se subió a un camello, pero en esencia, ambos tienen la misma función. Apenas el carrusel comenzó a moverse, sentí cómo el caballo me impulsaba hacia arriba y luego hacia abajo, y no pude evitar sonreír como una niña pequeña, sintiendo la libertad y la alegría del momento.