—¿Y qué más estás haciendo? —preguntó, curioso.
—Te dije que estoy acostada —respondí, con una sonrisa divertida en el rostro.
—Te he escuchado... —dijo, pero su risa incontrolable lo delató.
—¿De qué te ríes? —pregunté, arqueando una ceja.
—De nada... —murmuró, tratando de disimular, aunque las carcajadas seguían saliendo de su boca.
—¡Rex!
—¡De nada, lo siento! —respondió entre risas nerviosas, intentando calmarse.
Me di vuelta, acomodándome en la cama y quedándome de costado, mirando la pared con una ligera sonrisa.
—¿Y tú qué haces?
—Yo estoy en vivo.
—¡¿Qué?! —solté, alarmada—. ¡¿Nos están escuchando?!
—¿Me crees tan estúpido? —respondió—. Me excusé diciendo que iba al baño. Ellos se quedaron viendo a mis amigos jugar.
—Rex Harrington —canturree—. ¿De verdad vas a dejar a tus seguidores por quedarte hablando conmigo?
—Sí.
—Eso no está bien —dije—. Ve con ellos.
—Pero... estoy en el baño —contestó, como si eso fuera una justificación.
—Deja de inventar excusas y ve con ellos —repliqué sin dudar, sintiendo que lo mejor era que se encargara de sus fans—. Es tu momento para interactuar con ellos. Conmigo tendrás tiempo en otro momento.
—Es que casi nunca tengo tiempo...
—¿Y qué? ¿Crees que me voy a molestar porque no tengas tiempo para mí? —pregunté, con tono serio pero sin enojo—. Es tu trabajo, Rex. Tranquilo. Lo entiendo perfectamente.
—Pero casi nunca puedo hablar contigo... —su voz sonaba un poco más triste, como si se sintiera culpable.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro, aunque él no pudiera verla, pero seguro que podía oír la suavidad en mis palabras.
—No te preocupes, no me voy a ir a ningún lado —le dije con calma, buscando tranquilizarlo—. Siempre habrá otro momento para hablar.
—Está bien... —dijo, suspirando—. ¿Vas a armar el árbol de Navidad?
—Sí, en la mañana. ¿Y tú? —respondí, mientras pensaba en cómo este año había sido tan diferente.
—También —contestó él—. Aunque me gustaría hacerlo con mi familia.
—Podrías hacerlo por videollamada —le sugerí, intentando encontrar una solución.
—O podría ir... —dijo de forma inesperada.
Esas palabras me sorprendieron. Habían pasado ya dos semanas desde la última vez que vino, y aunque la idea de verlo me encantaba, no pude evitar sentir un nudo en el estómago. No es que no quisiera verlo, claro que lo haría con gusto, pero me preocupaba cómo afectaría eso a su trabajo. La última vez que hablamos, me dijo que no estaba transmitiendo mucho, y eso lo preocupaba, ya que su actividad online era crucial para él.
—¿Y tu trabajo? —pregunté, y al instante me arrepentí.
No quería parecer una de esas chicas que presionan o que se vuelven demasiado insistentes.
—Puedo recuperar las horas, nena, no te preocupes por eso —respondió él, tratando de tranquilizarme.
Un cosquilleo recorrió mi piel al escuchar el "nena".
—¿Nena?
—Sí, eres mi nena —afirmó sin dudar.
—¿Tuya? —dije, sin poder creer lo que acababa de escuchar.
—En realidad, eres una mujer libre, pero en un sentido más íntimo y con un toque de humor, eres mía —respondió con suavidad, como si lo dijera en broma, pero con una ternura que no pude ignorar.
No pude evitar sonreír.
—Y yo soy tuyo, eso está claro —continuó.
—¿Estás seguro de eso? —bromee, tratando de restarle importancia a lo que acababa de decir—. Hay un millón de chicas mejor que yo detrás de ti.
Sabía que esas palabras no le iban a gustar, pero no pude evitar soltarlas como un método para molestarlo.
—Ninguna eres tú —respondió—. Tienes que saber que estoy entregado por completo, que me has hechizado en cuerpo y alma. Soy tuyo, Aida. Lo seré por siempre, así no estemos juntos.
Mi corazón se comprimió al escuchar eso, y aunque traté de ignorar esa sensación inquietante que se formaba en mi pecho, no pude evitar sentir la profundidad de sus palabras.
—¿Debo llamarte Sr. Darcy ahora? —pregunté, intentando aligerar el momento con una sonrisa, aunque sabía que mi voz sonaba un poco más baja de lo habitual.
—Solo si aceptas ser mi Elizabeth —respondió.
Estuvimos conversando un rato más por mensajes y luego me fui a dormir, mientras él continuó transmitiendo en vivo, tranquilo. Al día siguiente, la música navideña que provenía de la sala me despertó suavemente. Era mamá, que estaba decorando la parte exterior de la casa con mucho entusiasmo.
Me puse rápidamente un abrigo y me quedé parada en la puerta, sin atreverme a salir. Hacía un frío insoportable.
—Buen día... —la saludé en un susurro, mientras mis ojos se sentían pesados por lo poco que había dormido.
—Buen día, cariño.
—Son las siete de la mañana, mamá, ¿qué haces aquí afuera con este frío?
—¿No es obvio? Estoy decorando la casa.
—Pero podríamos hacerlo más tarde... —repliqué, cruzándome de brazos y haciendo un esfuerzo por no quedarme dormida allí mismo.
—Quería hacerlo ahora —dijo—. Abrígate bien y ven a ayudarme, no te escaparás tan fácil del trabajo.
—Al diablo con mis vacaciones —bromee, sacudiendo la cabeza mientras una sonrisa involuntaria se escapaba de mis labios.
Nos pasamos toda la mañana decorando la casa por fuera, colgando luces de colores por todos lados, creando un ambiente festivo que iluminaba cada rincón del jardín. Luego, nos trasladamos al interior y nos pusimos a armar el árbol navideño, entre risas y charlas mientras colocábamos los adornos que daban vida a la sala.
Estaba colocando los últimos detalles en el árbol cuando, de repente, una migraña intensa me azota la cabeza, como si un martillo invisible me golpeara con fuerza.
—Mierda... —murmuré, tocándome la frente con una mano, tratando de calmar el dolor punzante que comenzaba a inundarme.
—¿Qué pasa? —preguntó mi madre, alzando la mirada con preocupación.
—Me duele demasiado la cabeza... —respondí, con la voz entrecortada, luchando por ignorar el malestar que se apoderaba de mí.