Rex Harrington.
Después de siete largas horas de viaje, con escala incluida, por fin llegamos a nuestro destino: Ciudad de México.
Eso, en principio, era una buena noticia. Pero, ¿saben qué fue lo malo?
—¡¿Cómo que no sabes dónde vive?! —exclamé, apretando mi mochila con tanta fuerza que casi parecía que quería destruirla.
La situación rozaba lo absurdo, y casi me resultaba difícil no reírme.
—¡Hiciste todo de improviso, idiota! ¡Solo olvidé ese pequeño detalle! —respondió, como si no fuera nada.
—¿Pequeño detalle? Grandísimo detalle, querrás decir —replicó mi amigo.
Olivia lanzó una mirada fulminante hacia Wilder, quien inmediatamente levantó las manos, mostrándose a la defensiva.
—¿Y ahora qué hacemos? —dije, llevando mis manos a la cabeza, claramente agobiado.
—Tendremos que buscar un lugar donde hospedarnos hasta conseguir la dirección de la tía Ana —respondió Wilder, encogiéndose de hombros—. Por cierto, está haciendo un calor insoportable aquí…
Sin esperar mucho, dejó su mochila en el suelo y se quitó la sudadera. Yo, sin pensarlo, hice lo mismo.
—Bien —dije tras unos segundos de reflexión—. Busquemos un hotel primero y, después, vamos a desayunar. Todos intentaremos ponernos en contacto con Aida y su mamá.
El calor era implacable, y la situación no parecía mejorar, pero al menos teníamos un plan, por fin.
Una vez que encontramos el hotel perfecto, Wilder y Olivia decidieron compartir una habitación, mientras que yo opté por una a parte para tener algo de privacidad. Después de instalarnos, bajamos a desayunar, y aunque quisiera decir que pude disfrutar de un rato tranquilo, la realidad fue todo lo contrario. La gente me reconocía incluso en México. No pude pasar desapercibido, me pidieron fotos y firmas, incluso algunas personas querían tatuarse mi autógrafo. Están locos, de verdad.
Cuando finalmente pudimos estar a solas los tres, no pude evitar soltar un suspiro de alivio.
—Cuando la gente se acumula, siento que voy a morir —dije, mientras tomaba un sorbo de mi café con leche.
Olivia me miró con curiosidad y, suavemente, preguntó:
—¿Te causan pánico?
—Sólo cuando me rodean —respondí, sintiendo cómo la presión en el pecho comenzaba a aflojarse un poco.
—Por eso siempre trato de estar con él —dijo Wilder, con una sonrisa de satisfacción—. No puedo con todos, pero a la mayoría los aparto.
—Es el mejor —respondí, mirándolo con agradecimiento.
—Lo sé —replicó, alzando una ceja como si fuera el más humilde de los héroes.
—Bueno, tampoco es para tanto, eh —dije, haciendo un gesto de exageración con las manos para restarle importancia.
Después de que terminamos de desayunar, nos pusimos manos a la obra con la ubicación de la tía Ana. Llamé a Aida, pero no respondió. Wilder intentó llamarla también, pero tampoco hubo respuesta. Nos quedaba, entonces, la opción de que Olivia intentara comunicarse.
Sin embargo, al igual que con nosotros, ella tampoco obtuvo respuesta.
El silencio en el teléfono se hacía cada vez más pesado, y aunque intentábamos mantener la calma, el no saber nada comenzaba a generarnos una creciente sensación de alerta. Nos miramos entre nosotros, un poco desconcertados, pero decididos a no rendirnos.
—Le enviaré un mensaje —dijo Olivia—. Sé que mentir está mal, ¿vale? Pero esto no puede ser en vano. Nada de lo que hemos hecho tiene que serlo.
Asentí en silencio, permitiéndole hacer lo que consideraba necesario. Una vez que envió el mensaje, Olivia comenzó a mostrar señales de ansiedad. Se puso a morderse las uñas, mirando constantemente el teléfono en busca de una respuesta de Aida. No pude evitar observarla, ya que, en ese momento, yo estaba igual de tenso que ella.
Los minutos que pasaron parecieron eternos. Cada segundo se estiraba más que el anterior, y cuando vi a Olivia pálida, supe de inmediato que había algo.
—¡Me respondió! —exclamó.
—¡¿En serio?! —respondí, sorprendido—. ¡¿Qué dice?!
Olivia, con un tono más calmado, miró la pantalla de su teléfono y dijo:
—Que siente mucho mi pérdida, que ella me abrazaría, pero que está en México… O sea, aquí.
—Nena, ¿qué demonios le has dicho? —preguntó Wilder, incrédulo.
—Le dije que mi padre había fallecido...
—¡Santa madre de Dios! —exclamó, tapándose la boca con las manos.
—Era lo único que podía hacer para que me prestara atención.
—¿Y ahora qué? —pregunté, apoyando los codos en la mesa—. ¿Cómo le vas a decir que estás aquí y necesitas verla?
Olivia tragó saliva, claramente nerviosa.
—Eh... —vaciló—. La llamaré. Será más fácil de esa manera.
Marcó su número y comenzó a llamarla. Mi corazón latía al ritmo del sonido que salía del teléfono. Apenas contestó, dejé de respirar.
—¿Hola? —dijo, con esa voz suave y dulce que tanto me gustaba escuchar.
—Amiga… —Olivia empezó a sollozar, simulando que estaba llorando—. No… No puedo más…
—Tranquila, Liv —Aida intentó calmarla desde el otro lado de la línea—. Sé que es difícil, te entiendo mejor que nadie, y…
—Estoy en México. —Olivia la interrumpió de manera abrupta.
—¿Qué?
—Supuse que… Supuse que estarías aquí, con tu tía —comenzó a balbucear, como si buscara las palabras adecuadas—. Sé que es una locura, que lo hice todo de manera impulsiva, sin pensar en las consecuencias, pero te necesito, amiga… y no tienes idea de cuánto…
Aida permaneció en silencio, procesando las palabras de Olivia.
—Estoy en un hotel extraño, sin conocer a nadie —mintió, tratando de sonar lo más convincente posible—. ¿Podrías venir a buscarme?
La respuesta de Aida nunca llegó. La tensión se alargaba, aplastante, como si el silencio se hubiera vuelto parte de la conversación.
—O mejor, dime dónde vive la tía Ana, iré yo misma… —añadió Olivia, con una nueva urgencia en su voz.
Hubo una pausa que pareció interminable.