Rex se había quedado completamente desconcertado. Cada palabra que salía de mi boca parecía golpearlo, como si cada frase que pronunciaba le causara un dolor insoportable. Lo veía claramente en su mirada, en la expresión de su rostro, en el brillo de sus ojos que reflejaban una profunda tristeza y sufrimiento. Le dolía escuchar lo que le estaba contando, y no podía evitar notar cómo se le encogía el corazón al percibir la carga emocional que mis palabras llevaban consigo.
—¿Y qué pasó con tu padre?
—Él… —comencé, pero una sensación de nudo en la garganta me detuvo. Luego, acaricié suavemente su mejilla—. ¿Estás bien? ¿Estás seguro de que quieres escuchar esto?
—¿Esto me hará odiarlo, cierto?
—Depende —respondí—. Tal vez pienses que su reacción fue la correcta. Todo depende del punto de vista de cada uno.
—Pues yo creo que… —empezó, pero lo interrumpí antes de que pudiera concluir.
—No asumas nada todavía —le dije—. Primero escúchame.
—Está bien.
Mi padre estaba frente a mí, y su aliento apestaba a alcohol. El médico había dicho que volvería en un momento, que nos daría algo de privacidad. Claro… él pensó que mi padre había ido a asegurarse de que yo estuviera bien, pero la realidad era completamente diferente. No estaba allí para consolarme ni para preguntarme cómo me sentía, sino que sus ojos, desorbitados y llenos de ira, reflejaban que había algo mucho más oscuro detrás de su visita.
—Fue tu culpa… —dijo, apuntándome con el dedo.
Yo no podía parar de llorar. Las lágrimas caían sin cesar, cada una más pesada que la anterior. Sabía que tenía razón, sabía que era la culpable, que nunca debí permitir que ella viniera conmigo, que si tan solo hubiera tomado una decisión diferente… Pero escuchar esas palabras saliendo de su boca, cargadas con tanto rencor y odio, me desgarraba por dentro. Me hacía desear desaparecer, que la tierra me tragara en ese mismo instante, que todo terminara allí, en ese momento de dolor insoportable.
—No es el momento, Roger… —sollozó mi madre, con la voz quebrada, incapaz de contener sus propias lágrimas.
—¡Cierra la puta boca, Esther! —le gritó a mi madre, su voz cargada de furia—. ¡No te metas! ¡Esto es entre esa asesina y yo!
Asesina… Esa palabra resonó en mi mente como un eco aterrador. La sensación de ser rechazada, de ser culpable de algo tan horrible, me paralizó. No podía creer que me llamara así, que me viera como el monstruo que había destruido todo, como si mi sufrimiento no tuviera valor, como si mi dolor no importara.
—¡¿Cómo pudiste hacerle eso?! —Se acercó, furioso—. ¡Era una niña!
—Lo siento… —susurré entre sollozos—. Lo siento, papá…
—¡No me digas así! —gritó, acercándose aún más, y de repente, me agarró del cuello con fuerza.
—¡Roger! ¡Déjala! —Mi madre se levantó de un salto, intentando apartarlo de mí, pero su esfuerzo fue inútil, no podía. Él la empujaba a un lado con furia.
—¡¿Ahora defiendes a los asesinos?!
—¡Ella no tiene la culpa, Roger, suéltala! —Mi madre gritó, visiblemente desesperada, pero él no la escuchaba.
El aire comenzó a escasear, mi respiración se volvía más pesada, mientras mi padre seguía apretando mi cuello. Mi madre, con desesperación, trataba de liberarme, pero no lograba separarnos. Todo se desvanecía a mi alrededor, solo quedaba el dolor y el miedo.
El personal del hospital entró en la habitación, acompañados de varios guardias de seguridad. Al final, la policía se llevó a mi padre, y él pasó dos semanas en una celda. Cuando regresó, yo ya estaba en casa con mamá. Pensé que iba a volver siendo el mismo, el papá que conocía, pero no fue así. Regresó con más rencor que nunca, con una furia contenida que parecía arder en cada mirada.
—¿Todavía sigue aquí? —le preguntó a mi madre, fingiendo que yo no existía, como si mi presencia fuera completamente invisible para él.
—Es su casa —respondió mi madre, con la voz temblorosa.
Sabía que lo que venía a continuación era inevitable.
—¡Es MI casa! —replicó él.
—Roger, no empieces… —dijo mi madre con voz cautelosa, pero él no la escuchó.
—¡No me digas qué hacer y qué no! —gritó, y en un impulso de furia, agarró un florero de la mesa y lo estrelló contra el suelo con tal fuerza que el sonido del cristal rompiéndose resonó por toda la habitación.
Yo me arrinconé en la esquina del sillón, completamente paralizada. Después de lo que sucedió en el hospital, el miedo que sentía hacia él solo crecía.
—Quiero que se vaya —sentenció él, mirando fijamente a mi madre.
Mi madre negó con la cabeza, un gesto que parecía más una súplica silenciosa que una respuesta.
—Vete —dijo él, esta vez directamente a mí, con una voz que se volvía más cruel y fría.
Sentí como si el aire me faltara, como si su presencia me aplastara. Me puse de pie, mis piernas temblaban, incapaces de sostenerme. El miedo me hacía sentir cada vez más débil, como si estuviera a punto de caer al suelo.
—¡¿Eres sorda?! —me gritó, su rostro retorcido por la furia—. ¡Vete de mi puta casa!
Corrí hacia mi habitación sin mirar atrás, agarré mi mochila y la llené rápidamente con algunas prendas de ropa, solo lo esencial, sin saber adónde iría, solo sabiendo que tenía que escapar. Salí de la habitación y me dirigí hacia la puerta, lista para abandonar esa casa, ese lugar que había dejado de ser un hogar. Justo antes de salir, sentí el brazo de mi madre sujetándome.
—Si se va ella, me voy yo —dijo mi madre.
—¡Tú no te vas! —rugió él, y en un instante, se acercó a mi madre, la agarró del cabello y la tiró al suelo con tal brutalidad que mi corazón se detuvo por un momento. Luego me miró, su mirada llena de odio—. Vete.
Mi madre se quedó en el suelo, llorando, claramente muy afectada, mientras intentaba levantarse, pero el dolor era visible en su rostro. Cada lágrima que caía de sus ojos me desgarraba el alma.