El chico que se enamoró de la Luna

El chico que se enamoró de la Luna

Existió alguna vez un joven muy tonto e ingenuo que se enamoró de la Luna. La noche que calló en amor fue una más de las miles que había tenido de soledad. El joven estaba sumergido en la oscuridad. Estaba hundido, perdido y con mucho miedo. La oscuridad era densa, pesada, absoluta. Y entonces, sin aviso, esa oscuridad se rompió.

Una luz blanca estalló en el cielo, barriendo las sombras como si nunca hubieran existido. Todo a su alrededor empezó a brillar: la tierra, las hojas, incluso sus propias manos. Por un momento, no entendió qué pasaba. Fue entonces cuando levantó la vista y la vio. Suspendida en lo alto, la Luna lo observaba con su rostro inmortal, bañándolo en su luz como si siempre hubiera estado ahí, cuidándolo.

El joven se secó sus lágrimas y se levantó a contemplar la Luna en el cielo. Parecía muy pequeña, una tenue luz tratando de iluminar una oscuridad infinita. Esa luz era cautivadora y acogedora, tanto que enamoró al joven.

“Dios santo, es magnífica”, pensó el joven solo con verla.

En el joven se despertó la ambición de querer alcanzarla. De querer estar con ella para que con su brillo deshacerse para siempre a la oscuridad que lo abrumaba. Si tan solo consiguiera obtenerla y adueñarse de ella, tal vez las noches no pasaría más miedo.

“¡Ya sé!”, exclamó cuando tuvo su primer idea.

Trató de construir una escalera. La escalera tendría que ser enorme y la construiría con solo sus manos. Reunió los troncos y tablones de madera más fuertes y robustos que encontró y los sujetó con clavos para formar así la escalera poco a poco. Trabajó sin descanso, día y noche, especialmente en la noche cuando el silencio lo envolvía y más deseaba estar con la Luna.

Pasaron semanas y la escalera tomó buen tamaño, así que quiso probarla y se animó a subir por ella. El joven no contó con que azotaría un fuerte vendaval y la escalera se cayó. El joven logró saltar a tiempo y solo se llevó unos cuantos rasguños, pero la escalera se partió por la mitad. Se entristeció y se sintió decepcionado.

“No puede ser”, pensó con tristeza. “Tanto trabajo, solo para esto.”

Se sentó a pensar lo que haría a continuación. Sus pensamientos eran confusos y mientras más pensaba más se sumergía en la desesperación. Pensó y pensó y entonces, cuando miraba hacia el horizonte, una idea fugaz como un rayo le llegó a su mente. Una idea loca y absurda, pero que si funcionaba, tal vez, solo tal vez, lograría encontrarse con su amada. Se levantó del suelo con un miedo que le helaba hasta los huesos, pero con la visión de la Luna llenándolo de determinación. Estaba dispuesto a escalar la montaña más alta de todo el mundo.

El joven dejó su casa, sin saber muy bien hacia dónde lo llevaba el camino. Cada día lo sorprendía con algo nuevo: nuevas experiencias, nuevos sentimientos. Se daba cuenta de que algo dentro de él cambiaba, como si el viaje estuviera trazando su forma sin que él lo pidiera. Ya no era la misma persona que había partido, pero no podía decir cuándo o cómo había sucedido. Solo sabía que, con cada día que pasaba, se iba haciendo más consciente de una versión nueva de sí mismo, una que aún no entendía por completo, pero que sentía cerca, como una promesa en el aire.

Durante el día, todo estaba bien, pero cuando la noche caía, una duda profunda lo invadía, como si el camino se desvaneciera ante sus pies. Tenía miedo de no saber si lo lograría o si quedaría muerto a mitad de camino. A veces se preguntaba si siquiera había una razón para continuar. Cada paso le costaba más y más, como si sus pies se fueran haciendo más pesados con el tiempo. ¿Por qué no simplemente se rendía y daba marcha atrás rumbo a su solitario y oscuro hogar?, pero entonces volvía a mirar la Luna. Cuando veía su luz, sus miedos, su frustración, su ira, ya nada de eso existía. La Luna le traía paz al pobre chico, una paz que no encontraba en ningún otro lado. El miedo y la incertidumbre era enorme, pero su ambición de tenerla, le impedía retroceder.

“Tengo que alcanzarla”, se repetía a sí mismo una y otra vez, “si llegó a mi vida es por algo. La Luna es mi destino, tiene que serlo”.

En el camino se imaginaba cómo sería escalar la montaña, pensó en todos los problemas que traerían e ingenuamente se imaginó que no debía ser tan complicado. Sin embargo, una vez estuvo donde la montaña y calló en cuenta su descomunal tamaño, el miedo le invadió de nuevo. Era mucho más alta de lo que jamás se había imaginado. A pesar de eso quiso intentarlo, pero no subió unos cuantos metros cuando se arrepintió y volvió a bajar.

El joven se quedó al pie de la montaña contemplando a la Luna una vez más. Estaba molesto, muy molesto. Se llamó a sí mismo un cobarde. Pasó toda la noche lamentándose hasta que amaneció. Ahora que ya no la veía, solo le hizo desearla todavía más. Ahora ya nada en el mundo tenía importancia. Lo único importante, lo único con significado, era poseer a su querida Luna. Necesitaba su Luz, más que la comida o el agua, más que cualquier otra cosa. Sin esa luz, regresaría a la oscuridad y entonces…

“No pienso pasar por lo mismo dos veces”, se dijo a sí mismo para llenarse de fuerza y para cuando se hizo de noche, el joven lo intentó de nuevo.

Escaló la montaña casi completamente vertical a paso lento. Subió y subió y mientras escalaba estaba muerto del miedo. El más mínimo error le costaría la vida, pero aun así no cedió. Las horas pasaban y cada vez hacía más frío y le costaba más respirar. A pesar de todo, su miedo y el frío de alguna forma aumentaron su convicción, todo valdría la pena una vez tuviese a la Luna en sus manos.



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Editado: 17.02.2025

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