El Ciclista

El Ciclista

 

—Mirella…

La prostituta franqueó la primera entrada de la casa, que tenía una doble puerta con un recibidor pequeño, entremedias. Un perro ladró. No lo tenía a la vista. Mirella tenía mucho miedo a los perros. Auténtico pánico. Se detuvo un instante.

—¿No me dijiste que eras rubia?

—¿Tu perro muerde?... Me dan miedo los perros.

—No muerde.

—Enciérralo si quieres que me quede.

El hombre de aspecto insignificante y mirada vacía se acarició la barba postiza, mientras meditaba qué hacer. La puta estaba dándole órdenes y ni siquiera había entrado en la casa… ni siquiera se había dignado a contestarle por qué lo había engañado con respecto al color de su pelo. Tendría que idear algo sobre la marcha. Sí, improvisaría.

—Pasa. Está en el patio de atrás. No puede entrar en la casa.

La prostituta dejó entreabiertos de pura alerta sus gruesos labios modelados con silicona, mientras sus ojos miraban rápidamente en una dirección y la contraria. No se fiaba. Todavía podía sentir el dolor que los colmillos de aquel foxterrier le habían causado en la pantorrilla.

—¿Seguro?

La puta olía a tabaco. No se le ocurriría encender un cigarrillo. Allí, no.

—Sí, joder. No eres rubia —insistió el hombre insignificante. Era difícil calcular su edad, y no porque llevase barba postiza precisamente. No era ni muy joven ni muy viejo, pero ningún rasgo de su cara proporcionaba pistas. Era una cara insulsa, de las que se ven a cientos entre las multitudes que se aglomeran en los estadios deportivos. Un rostro en el que nadie se fijaría.

La prostituta se adentró en la casa. Había un pasillo detrás de la segunda puerta de entrada. El hombre le indicó a la derecha. Pasaron a un salón de regular tamaño cuyo mobiliario tenía una curiosa disposición: no había nada en el centro, ni una pequeña mesa, ni una silla; nada. Las tres sillas de la habitación, de estilo inglés, estaban pegadas a la pared, intercaladas con otros muebles.

—Dame los sesenta euros  —la prostituta que se hacía llamar Mirella alargó la mano.

El hombre se hurgó en el bolsillo del pantalón, sacó tres billetes de veinte euros y se los puso sobre la palma extendida. Ella los estrujó en el acto. El perro ladró otra vez con fuerza. La prostituta, de unos treinta años, los introdujo en su barato bolso de mano, alargado y brillante.

—¡Bruno, cállate!—ordenó con voz impersonal el sujeto. Los ladridos cesaron inmediatamente—... Dije que tenías que ser rubia.

—Soy rubia —la prostituta se quitó la chaqueta y se dejó caer en el sofá—. ¿Cómo te llamas?

—Me estás cabreando.

—Si quieres tirarte la hora hablando, allá tú —dijo con descaro la prostituta—. Me he dado mechas, pero soy rubia natural, tío.

—Voy a soltar el perro —dijo el hombre, muy serio. La prostituta dio un respingo. Se incorporó de un salto y cogió la chaqueta.

—No me jodas, ¿eh?... Deja de joderme ya o me voy ahora mismo.

El hombre de aspecto insignificante sonrió al reconocer el miedo. Era miedo de verdad, sin artificios.

—Todavía no te he jodido...

La prostituta se recogió el pelo hecha un manojo de nervios. Parecía a punto de salir corriendo.

—¿Es que no me oyes?... ¡Los perros me dan miedo, joder!

—Sí, estás completamente cagada. Siéntate…
—ordenó el hombre de la barba postiza—. Ya te he dado el dinero y ahora harás lo que te diga.

—No me vuelvas con lo del perro. —Mirella elevó su dedo índice y lo balanceó como advertencia.

—No te habrás afeitado el coño, ¿verdad?

—Mi coño es rubio —dijo ella más tranquila, y volvió a sentarse—. Como lo digas otra vez, me voy.

—Espera.

El hombre salió de la habitación. Al instante volvió con una peluca rubia oro, suavemente rizada, y otra rubia trigo más voluminosa, sólo ondulada.

—Pruébatelas —le ordenó,  mientras sacaba de su bolsillo un espejo de mano y se lo alargaba.

Mirella estaba hasta el mismísimo coño rubio natural de degenerados.

—Tú no estás bien del coco. ¿Qué quieres, que me llene de piojos?

—No tienen piojos —dijo el hombre, con calma—. Están sin usar. La culpa es tuya por haberme engañado. Pruébate primero ésta—. Y le indicó la rizada.

La prostituta obedeció de mala gana.

—Está bien —dijo el hombre, cuando ella terminó de colocársela—. Te quedas con esa. Desnúdate y tiéndete en el suelo.

—¿Ahí? Está frío; no me harías entrar en calor ni aunque te corrieras tres veces.

—Desnúdate y tiéndete —repitió impasible él.

—Dame otros cincuenta.

Eso era algo que había previsto.

—Claro, pero harás lo que yo te diga —Y sacó la cartera, extrayendo a continuación un billete de cincuenta. Mirella se lo guardó en el bolso y comenzó a desnudarse.

—Por lo menos pon una manta, cariño —suplicó sin mucha fe la prostituta, en ropa interior.

El hombre fue a buscar una estera de gomaespuma, que empleaba para hacer abdominales. Al regresar, Mirella se había quitado las bragas. Sí, su coño era rubio, sin rasurar.

Se tendió sobre la estera en cuanto se quitó el sujetador rojo. Abrió las piernas y le ofreció un preservativo que guardaba en su mano derecha.

El hombre lo rechazó.

—No voy a follarte.

—¿Qué te gusta?

—Quédate quieta. Cierra los ojos.

La prostituta no obedeció al principio. Insistió en saber lo que quería de ella.

—Cierra los ojos —repitió él.

—¡No te creas que vas a hacerme daño!—. La prostituta se incorporó alterada, apoyándose en los codos.

—¡Ciérralos de una puta vez y quédate quieta, coño!—bramó el hombre.

Mirella deseaba salir de allí cuanto antes, así que su única salida era seguirle la corriente. ¿Qué daño podía hacerle aquel degenerado? No era peor que otros; sólo que tenía la mirada helada y no olía a alcohol como la mayoría. Además…, no se atrevería… Jesús conocía la dirección del «servicio».




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