El cielo en tus manos

3

Joyce entró al enorme salón de fiestas al lado de Catherine muy feliz de estar llevando un vestido hermoso, zapatos finos, y joyas. Casi se sentía como cenicienta entrando al baile la última noche.

Sólo necesitaba a su príncipe, pensó tratando de evitar morderse los labios para no dañar su maquillaje. Esa noche, Laverne, la madre de Catherine, había sido muy generosa con ella, y aunque a su hija le dio un collar de diamantes, y a ella una sencilla cadena de oro que, por supuesto, luego tendría que devolver, estaba mejor vestida de lo que jamás había estado. Por una vez, estaba vistiendo ropa de diseñador, y que no era heredada de su prima.

Sharon Smith, la secretaria de Laverne, les iba explicando cuál era su objetivo en aquella fiesta, y Joyce lo sintió un poco por Catherine, pues tendría que congraciarse con gente que seguramente era odiosa sólo porque eso convenía a los negocios de su mamá. 

Luego se acercó Oliver White alejándola de su lado, y ella se quedó allí sola en medio del salón.

No importa, se dijo sonriendo. Caminó hacia la mesa del bufé y se sirvió algo de comer. No había comido nada desde que salieran de Cambridge, y estaba hambrienta. 

Metiéndose a la boca pequeños bocados de comida, miró alrededor. Todas estas personas de aquí eran muy adineradas, de la alta sociedad de Nueva York. De todas las edades, de todos los sectores de negocios… La única extraña era ella, que no pertenecía a ninguna familia, ni a ninguna firma. 

Siempre igual, pensó metiéndose a la boca otro aperitivo. 

—Qué hermosa dama tenemos aquí —dijo una voz tras ella, y Joyce se giró lentamente. Con su mala suerte, pensó, seguro que no era un joven el que la estaba halagando porque se enamoró de ella a primera vista…

Y tal como lo pensó, un anciano de algunos ochenta años la miraba con sus ojos grises lacrimosos y de párpados enrojecidos desprovistos de pestañas con demasiada lascivia. Joyce casi sintió que se le erizaba toda la piel.

—Eres absolutamente preciosa de espaldas, querida, pero de frente, has cautivado mi corazón—. Joyce tragó el bocado que tenía en la boca y procuró por todos los medios que no se notara su asco. No se podía ofender a nadie aquí.

—Señor…

—Helfer —respondió el anciano extendiendo su mano a ella para tomar la suya sin esperar que ella devolviera el gesto—. Luther Helfer. ¿Me concede un baile por favor? —Joyce no tuvo más alternativa que echarse encima el vino. Afortunadamente era blanco, y su vestido era oscuro, y con eso, tuvo la excusa perfecta para salir de allí volando.

Subió las escaleras que conducían a los lavabos sin fijarse demasiado por dónde iba, sosteniendo con sus manos la falda del vestido para poder andar más rápido, y fue allí cuando sucedió.

Sí, tal como en un cuento de princesas, ella tropezó con alguien, estuvo a punto de caer, y unos fuertes brazos la sostuvieron firmemente. Joyce soltó su vestido y apoyó sus manos en un amplio pecho duro como un muro de ladrillos, y sus ojos se posaron en unos que la miraban un poco sorprendidos.

—Lo siento… —dijo ella con voz trémula, y sus manos parecían haberse pegado a su pecho, porque, aun cuando él la enderezó, y sus pies estuvieron sobre tierra firme, seguían sobre él con las palmas abiertas sintiendo el calor de su cuerpo—. Lo… siento.

—Las palabras deberían ser “Gracias”—. Ella lo miró un poco confundida, pero luego sonrió. Dio un paso atrás olvidando que seguía en las escaleras y otra vez estuvo a punto de caer, y otra vez, él la sostuvo. Esta vez no pudo evitar reírse, así que subió los escalones que le quedaban y miró al hermoso hombre que la había ayudado absolutamente perdida en la belleza de sus facciones.

Era alto, mucho más que ella, de un pecho ancho y piel blanca. Sus ojos eran grises, aunque estaban detrás del cristal de unas gafas de montura dorada, y su cabello recortado en un corte muy clásico era castaño claro. Tenía labios generosos, y una nariz que se adaptaba perfectamente a la clásica “romana”; recta, con una muy ligera curvatura en su puente.

Y ella lo estaba mirando como si luego fuera a pintarlo, así que pestañeó y se sonrojó, miró a otro lado y sus ojos, desobedientes, volvieron a él.

Mirarlo le producía una deliciosa sensación en el pecho, como una alegría que burbujeaba desde muy dentro, y hacía que su respiración se acelerara y sus manos desearan tocarlo.

—Deberías ir… a donde ibas —dijo él, con su voz grave y sedosa, señalando su vestido. Joyce recordó entonces, como saliendo de un trance, que se lo había mojado con vino.

—Oh… Sí… —Pero si me voy, pensó, te perderé de vista.

—Te espero —dijo él, como si hubiese leído sus pensamientos, y Joyce se preocupó. No lo había dicho en voz alta, ¿verdad? ¡¿Verdad?!

Asintiendo muy tiesa, Joyce volvió a recoger la falda de su vestido y se metió a los lavabos. Tomó paños y se limpió el vestido y la piel húmeda por el vino. Se lavó las manos, revisó su peinado y su maquillaje, intentó secar lo mojado de la tela, pero al ver que tardaría demasiado, salió, y feliz, comprobó que él había cumplido su promesa; estaba allí esperándola.

—Gracias, otra vez… No tenías que esperarme, pero…

—Sí tenía que hacerlo —sonrió él recostándose a la balaustrada, desde la cual se podía ver todo el primer piso, donde había gente bailando, riendo, bebiendo y compartiendo chismes de sociedad—. No se te puede dejar sola mucho tiempo.




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