El cielo en tus manos

4

Christopher Rutherford, otra vez desde el segundo piso, vio a Joyce Miller salir del salón de fiestas del brazo de Catherine Bell, y escoltadas por Oliver White. Se quedó allí, solo, mirando la hermosa figura perderse entre la multitud, atravesar las puertas que la ocultaron de sus ojos, y no pudo evitar sonreír. 

Había llegado solo a la fiesta, confiado en que encontraría allí a algunos de sus amigos y dispuesto a invertir un par de horas en complacer a su padre asistiendo, y luego, simplemente volver a casa a ver alguna película, jugar algún juego, o hasta leer un libro. 

Pero la noche no fue para nada aburrida.

Se pasó la mano por la nuca calmando esa sensación que tuvo desde que la vio siendo acosada por Helfer. Primero, el azul de su vestido había llamado su atención, nada especial, y luego, la curvilínea figura que lo lucía hizo que sus ojos se posaran en ella por algo más que dos segundos. Cuando la vio llenar su pequeño plato con comida, no pudo sino sonreír, acostumbrado como estaba a las mujeres que no comían nada, y luego ella casi se estaba atiborrando con los aperitivos.

Esta mujer había venido a comer, se dijo con humor, y entonces, Helfer empezó a acosarla.

Algo estaba muy roto dentro de él, pues su primer impulso no fue salir en su ayuda como un caballero andante, sino ver cómo se defendía, si acaso lo hacía. Todos aquí sabían que Helfer era un conquistador con un pie en el geriátrico y el otro en la tumba. Se había casado ya cuatro veces, y a cada una de sus ex esposas les dejó generosas sumas de dinero con tal de que lo dejaran en paz, y cada una de ellas podían ser su hija o hasta su nieta. 

Desde el segundo piso vio perfectamente cómo se desarrollaba la escena, y no pudo sino admirarse cuando ella se echó encima la copa de vino, arruinando su vestido con tal de huir.

Aquello le pareció auténtico e ingenioso, y no pudo evitar atravesarse en su camino, como si de repente se hiciera absolutamente necesario que ella supiera de su existencia.

Joyce Miller, repitió en su mente como si saboreara cada sílaba. Ella no parecía interesada en cazar una fortuna aquí. Ni siquiera parecía consciente de las miradas que atraía, totalmente ignorante de su belleza.

No había preguntado su apellido, y eso que él se aseguró de no decirlo para provocar su curiosidad, y no habló de su familia, aunque mencionó los negocios de su padre. Ella había parecido de verdad encantada con él sin saber quién era, y eso era algo especial.

O tal vez era una perfecta actriz que ya desde antes sabía todo de él, pensó.

No, no. Ella no le había parecido así.

Casi había esperado la típica petulancia de las mujeres que se saben hermosas, pero ella tomó cada una de sus atenciones con admirada sorpresa, con tímida complacencia.

Era una lástima que tuviera que volver a sus clases tan pronto. Le hubiese gustado volver a verla mañana.

—Parece que alguien flechó el corazón de mi hijo —dijo Jason Rutherford, su padre, ubicándose a su lado y apoyándose en la misma balaustrada que él. Christopher sonrió mirando hacia la puerta por la que finalmente Joyce desaparecía.

—¿Estuviste espiándome?

—Claro que sí. No vine a otra cosa —Christopher hizo una mueca, con sus ojos en la multitud.

Sin duda, ya sabía que había pedido una cena especial en el salón del invernadero, y que había jugado allí largo rato con una de las invitadas. 

—Es hermosa —dijo Christopher—. Y lista—. Jason sólo dejó salir un sonido de su garganta. Christopher miró a su padre de reojo sabiendo bien lo que ahora pasaría: él la investigaría.

No dijo nada, sólo empuñó su mano y miró de nuevo la multitud disfrutando la fiesta. No podía evitar que su padre fuera tan cuidadoso con cada mujer por la que él mostraba interés, ya una vez había demostrado que su criterio era algo dudoso al respecto.

—Me voy a casa.

—¿Tan pronto? —Christopher suspiró.

—No tengo nada que hacer aquí. Ya cumplí con mi deber al venir—. Jason sonrió de medio lado, tal como su hijo.

—Está bien. Descansa. Pensaba presentarte a la hija de Ronald Cooper, pero no creo que le prestes la más mínima atención ahora—. Christopher no pudo sino sonreír, pues aquello era totalmente cierto. 

Echó un último vistazo a la puerta tras la cual se había ido Joyce y bajó las escaleras buscando también la salida. 

Tenía su número. El asunto no tenía por qué terminar aquí.

Suspiró y se encaminó a los ascensores. Él, a diferencia de casi todos aquí, no tenía que subir a un auto para ir a casa, pues hacía muchos años que vivía en el hotel. Tenía la suite familiar, y esto le facilitaba sobremanera la vida. No tenía que estar pendiente de asuntos menores como el mantenimiento de una casa, y siempre que viniera, estaría dispuesta.

A veces se preguntaba si su vida no se había vuelto demasiado cómoda. Su familia era rica desde varias generaciones atrás. Uno de sus tatarabuelos, un inmigrante Irlandés, vino a América atraído por la fiebre del oro, la diferencia fue que él sí encontró.

Suerte, decía. 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.