El Circo Bajo la Luna Rota

La Niña, el Arlequín y la Luna Muerta

"No todas las jaulas están hechas de hierro. Algunas nacen en lo más profundo de la mente, silenciosas, invisibles… y se cierran desde dentro. "

A ella nadie la llamó por su nombre aquella noche.

Tampoco lo habían hecho la noche anterior, ni la anterior a esa. Ni su madre, atrapada en una rutina de indiferencia, ni su padre, cuya voz solo servía para gritar o maldecir —aunque a veces también para golpearla—. Tenía un hermano menor, dormía en la habitación de al lado con los ojos fuertemente apretados y los oídos cubiertos, fingiendo que los gritos no lo despertaban, que el llanto ahogado no lo alcanzaba.

No hablaban mucho. No porque no quisieran, sino porque en esa casa, hablar era peligroso. Compartían el mismo miedo, la misma costumbre de caminar en silencio, de no cerrar del todo las puertas, de no dejar nada fuera de su lugar. Ella había aprendido a soportar el frío, a contener el hambre, a sangrar en silencio. Y cuando su hermano lloraba, era ella quien lo abrazaba en la oscuridad, repitiéndole mentiras dulces que ya no creía.

A ese lugar no se le podía llamar hogar, al menos no en el sentido más emocional en como lo entendemos

Esa noche no hubo gritos. Solo un silencio espeso, inmóvil, que colgaba de las paredes como una cortina húmeda, estaba acostumbrada. Ya no recordaba cuándo había dejado de doler. Su cuerpo se había adaptado. ... pero su alma aún sangraba.

Sin embargo, algo en ese silencio era distinto. Tal vez, esa noche, algo se quebró. O tal vez, por fin, tuvo el valor de tomar una decisión. Cuando el crepúsculo tiñó el cielo con tonos de ceniza, la niña —descalza, temblorosa, rota sin saberlo— cruzó el umbral de su casa por última vez.

No se despidió de su madre.
No abrazó a su hermano.
No dejó una nota, ni una excusa.
Simplemente abrió la puerta y se marchó.

No lloraba. Ya no sabía cómo. Las lágrimas se le habían secado tiempo atrás, absorbidas por noches eternas donde el miedo era su única compañía.

Solo caminó.

A través de las calles vacías, más allá de los límites del pueblo, hacia el bosque que todos evitaban por superstición o instinto. Avanzó sin rumbo claro, como quien sigue el eco de una canción olvidada, o el aroma de algo dulce que nunca ha probado.

Con cada paso, el mundo parecía ensancharse, y el frío, por alguna razón, comenzaba a desvanecerse, cuando finalmente alzó la vista del suelo se dio cuenta de que estaba perdida en lo profundo del bosque.

Y entonces lo vio.

Entre raíces torcidas y ramas que susurraban nombres, había un papel clavado con un alfiler oxidado a la corteza de un árbol. Un panfleto desgastado, con letras tan torcidas y desordenadas que apenas podían leerse.

"¡Esta noche! Por primera y única vez en su vida mortal:
Un espectáculo sin igual bajo la luz de la luna rota.
Solo aquellos capaces de apreciar el verdadero arte están invitados.
No se pierdan la gran actuación de Pirot.
El mejor aspecto que este mundo ha visto. entrada libre a menores de 200 años, mayores o marcados por el velo pagan completo"

La niña no entendió del todo el mensaje, pero no le dio importancia. De por sí, la idea de un espectáculo en medio del bosque ya parecía irreal. Y, al fin y al cabo, no tenía nada más que perder. Ella no sabía por qué lo hizo. Tal vez fue la promesa de algo nuevo. Tal vez porque nadie la había invitado nunca a nada. Pero guardó el panfleto en su bolsillo y siguió caminando, adentrándose más en la oscuridad, en busca del espectáculo.

Pasaron unos minutos desde que decidió seguir adentrándose entre los árboles, el bosque parecía más denso con cada paso que daba y sus pulmones parecían recibir cada vez menos aire. La luz de la luna —pálida, rota, y algo temblorosa— apenas alcanzaba a filtrarse entre las ramas, y el viento llevaba consigo un extraño olor, no era el moho ni la tierra húmeda, era algo diferente… algo dulce.

Había sacado el panfleto para echarle otro vistazo, pero al poco tiempo empezó a temblar en su mano. Sus dedos, entumecidos por el frío de la noche, lo arrugaron sin querer cuando lo guardó en el bolsillo desgarrado de su vestido. No pensaba en volver. No pensaba en nada. Solo caminaba, arrastrando los pies entre la maleza, tropezando a veces, con la garganta reseca, guiada por un instinto ciego que no sabía si era desesperación o esperanza.

La luna se había roto en fragmentos.

O eso es lo que le parecía cuando alzaba la vista para verla en busca de alguna indicación, no era redonda como las otras noches, ni plateada como en sus sueños. Parecía una copa astillada que filtraba una luz temblorosa, apenas suficiente para que los árboles proyectaran sus sombras como garras abiertas. Cada paso la adentraba en un bosque que parecía susurrar pequeñas risas apagadas, como si niños invisibles corrieran entre las ramas, escondiéndose al verla pasar.

El olor volvió a cambiar, cada vez podía sentir más ese olor dulce que había iniciado hace algunos minutos. Podía afirmar que este flotaba en el aire, un aroma dulce, casi empalagoso, aunque no había comido muchas cosas dulces en su vida podía estar segura que estaba quemado, como un caramelo rancio. Algo que la invitaba... y a la vez advertía.

Fue entonces cuando lo vio.

Un vagón.




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