El Circo Maldito

LA NOCHE EXTRAÑA

La noche estaba fresca, y un aire de emoción nos rodeaba mientras caminábamos por el sendero desolado que conducía al circo. Lo habíamos planeado por semanas —porque claro, ¿a quién no se le antoja una cita doble-triple en medio de la nada, con un circo medio sketchy?— pero en ese momento... algo en el aire sabía raro. Como cuando hueles leche vencida y te preguntas por qué tu vida se resume en malas decisiones.

El cielo estrellado brillaba con una claridad antinatural, y la luna llena colgaba sobre nosotros como un ojo sin párpado, vigilante. Literalmente. Yo solo quería distraerme, pero parecía que habíamos caminado directo hacia una pintura de Edgar Allan Poe. ¡Bravo, Mariana! ¿Quién necesita terapia cuando tienes sustos gratuitos?

Las risas de nuestros amigos se mezclaban con el crujir de nuestras pisadas sobre la grava húmeda, pero mi mente solo registraba un zumbido sordo. Un murmullo. Como si el bosque nos cuchicheara cosas feas a la oreja.

Steve, mi novio, caminaba a mi lado. Siempre tan tranquilo, tan... Steve. Su sonrisa contrastaba con el escalofrío que me recorría la columna vertebral. Agarraba mi mano con firmeza, y aunque siempre había sido mi ancla, esta vez ni siquiera su tacto me salvaba de la certeza de que estábamos cruzando un umbral invisible... uno del que, spoiler alert: no podríamos regresar.

—¿Estás nerviosa por algo? —me preguntó, en voz baja, como si también supiera que gritar podría invocar a Satanás.

—No... no es eso. Es solo... tengo una sensación extraña. Como si estuviéramos siendo observados —dije con voz de película de terror barata, pero hey, era lo que sentía.

La voz se me quebró al final. No por dramatismo. Bueno, un poquito sí, soy yo. Pero en serio: era un miedo tan antiguo como la oscuridad misma. Natali, que caminaba unos pasos adelante con Percy y Javier, se giró y sonrió.

—¿Qué pasa, Mariana? ¿Te asusta el circo? —bromeó.

Yo iba a devolverle la broma con un chiste sobre payasos y mi exnovio, pero su risa murió antes de completarse. Sus ojos brillaban de forma antinatural. Como si ya intuyeran lo que vendría. O como si también tuviera esa voz del bosque gritando en estéreo en la cabeza.

A lo lejos, el circo se alzaba imponente. Una carpa gigantesca, de un blanco sucio que parecía absorber la luz de la luna. La entrada tenía globos desinflados que crujían como viejas articulaciones con el viento, y una pizarra con los actos:
“EL HOMBRE SIN ALMA.”
“LA NIÑA QUE NUNCA PARPADEA.”

Ajá. Súper sano. Justo lo que pedí.

—Vamos, será divertido —dijo Steve. Pero su voz tembló. Y eso, en él, era como ver a un gato ninja tropezarse.

Cruzamos la entrada. El aire cambió. Era más espeso, como sopa espesa de pesadillas. Y lo peor: olía raro. Como... a risa vieja. ¿Tiene sentido? No sé. No era un olor de este mundo.

Los payasos nos recibieron. Sin decir palabra. Con sonrisas congeladas y maquillaje que parecía pegado con espíritu de momia. Uno me sostuvo la mirada. Yo sostuve la suya. Y luego, casi me echo agua bendita encima. Porque juré que su cara se movió... por dentro. Como si algo viviera bajo su piel.

Nos sentamos en las gradas. Pero todo era... raro. Las risas no iban con los rostros. Como si las voces vinieran de otro lugar. De otro tiempo. Como si nos hubieran puesto en una grabación de lo que alguna vez fue un espectáculo.

Y entonces empezó. El espectáculo. Si es que eso era lo que era.

Una mujer sin ojos caminaba en cuerda floja. Un niño se tragaba cuchillas como si fueran fideos. El contorsionista se doblaba como si no tuviera huesos (o autoestima). Y la música... esa melodía de caja musical oxidada que parecía decir: “ustedes ya no van a salir de aquí.”

—Steve... —le susurré, agarrándolo del brazo como si su camisa pudiera protegerme—. ¿Lo viste?

Una sombra cruzó. Rápida. Como si supiera que la estábamos buscando. Steve giró la cabeza, pero ya no había nada.

—¿Qué pasa? ¿Te sientes bien?

—Vi algo... o a alguien.

—Mariana, estás dejando que la atmósfera te afecte...

Sí, claro. Porque soy tan sugestionable... como cuando dije que íbamos por helado y terminamos en el Circo de los Condenados. Pero bueno.

Y entonces... se apagaron las luces. De golpe.

Oscuridad total. Densa. Como esas noches en que te despiertas y no sabes si estás soñando o muerto.
Y cuando volvieron las luces... todos los artistas se habían esfumado.
Las gradas seguían llenas. Pero al mirar bien... los espectadores no tenían rostro.
Ni ojos. Ni boca. Solo piel.
Como si alguien hubiera intentado hacer maniquíes de carne y se hubiera rendido a la mitad.

Javier se levantó.

—Tengo que irme. Esto no es un espectáculo. Esto es otra cosa.

—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Percy.

—Hay algo vivo aquí... algo que se alimenta de nosotros.

Y se fue. Como si supiera por dónde.

Nadie más se movió. Hasta que el cielo explotó.

Chispas. Gritos. Y una niebla negra subiendo por el suelo. No blanca. Negra. Como carbón. Como odio. Como desesperación en estado gaseoso.



#93 en Paranormal
#3571 en Novela romántica

En el texto hay: 20 capitulos

Editado: 28.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.