Creí que todo había terminado. Que habíamos escapado. Que ese beso entre el caos sería nuestro final feliz. Pero estaba equivocada. Muy equivocada.
Esa noche, mientras intentaba dormir —aún con la ropa oliendo a tierra, humo y algo que sinceramente prefería no identificar— las imágenes del circo no me dejaban en paz. Cada vez que cerraba los ojos, ahí estaba ella: la mujer del tutú, con la cabeza torcida como pollo mal cocido, susurrando esa frase maldita:
“La función jamás termina.”
—Ay, Señor... que termine, por favor. Te juro que ya aprendí la lección. Haré ayuno, dejaré el chocolate, hasta ayudo en la escuela dominical si hace falta… —oré en mi mente, medio llorando, medio prometiendo más de lo que probablemente iba a cumplir.
Me giré hacia la ventana. Necesitaba ver algo real, algo cuerdo. Afuera llovía. Las gotas golpeaban el vidrio con fuerza. Toc, toc. Toc, toc. Toc, toc. Rítmico. Constante.
—No... no puede ser… ¿eso suena como si estuvieran tocando?
Me levanté con las piernas temblando. Fui hacia la ventana, y cuando miré, casi me dio un infarto, un mini derrame cerebral y un desmayo estilo telenovela, todo al mismo tiempo.
Allí estaba. Parado bajo la lluvia, con la cabeza gacha, un payaso del circo. Traje rojo, empapado. La pintura corrida. Y sin ojos. Solo dos huecos negros apuntando hacia mí.
Grité como nunca había gritado. Sonó a mitad gallina, mitad alarma de carro.
Alguien golpeó la puerta.
—¡Mariana! —Era Steve.
Abrí de golpe y me lancé a sus brazos, como en película mala de zombies pero con más mocos.
—Está aquí. El circo… no se fue —solté entre hipos y lágrimas, sintiéndome como personaje secundario a punto de morir.
Steve me abrazó fuerte. Siempre olía a bosque después de la lluvia, y aunque estaba tan empapado como yo, su abrazo fue como una mantita caliente en medio del apocalipsis.
Y lo vi. Como si fuera la primera vez. Su cabello oscuro pegado a la frente, sus ojos miel con ese fuego que decía “voy a pelear contra demonios si hace falta”, su cicatriz junto al labio (la que se hizo con la bicicleta en 5to grado y terminó besando el asfalto), y esa postura de “si me matan, va a ser después de una buena pelea”.
Diosito… me lo quiero casar, pero que nos salves primero, ¿sí?
—Voy a protegerte. No importa lo que cueste —susurró, y tomó mi cara entre sus manos. Frías. Pero su voz… ardía.
Entonces, se cortó la luz.
Oscuridad total.
Y el sonido. Arrastrar de pies. Uno. Dos. Tres.
Como zombies... pero con maquillaje de feria.
Steve encendió su linterna. La luz iluminó el pasillo.
Y ahí estaban.
El malabarista sin manos (¡sin manos! ¿Cómo lanzaba cosas?), la mujer sin rostro que aún parecía juzgarme por no planchar mi uniforme, el domador con una serpiente saliéndole del pecho (¿eso no es ilegal?)... y al fondo, la sombra.
Más grande. Más oscura. Y claramente, con hambre de almas... o por lo menos de drama.
Steve apretó mi mano con fuerza.
—Corremos. Ahora.
Y corrimos. Como si nos persiguiera la señora de la limpieza con la chancla. Pero las escaleras no eran nuestras. Nada lo era.
Las paredes estaban llenas de carteles:
"Gran Función. Una noche, una víctima."
—¡Esto no es real! —grité.
—¡Sí lo es! Pero vamos a salir. ¡Te lo juro por todo lo que dice el Salmo 91!
Giramos y caímos en un camerino antiguo. Steve cerró la puerta y se apoyó en ella, jadeando como si acabara de correr un maratón sin fe ni desayuno.
Las luces del espejo se encendieron solas.
Y lo que vimos nos quitó el aire.
No éramos nosotros.
Yo tenía maquillaje como de muñeca rota. Steve… como un payaso poseído. Y los dos… sonreíamos. Pero era una sonrisa muerta.
—Steve... —susurré, sintiéndome como si alguien me hubiera tirado un balde de agua helada por dentro.
—No somos nosotros —respondió él, con la voz quebrada. Lo vi tragar saliva como si se preparara para enfrentar al mismísimo Leviatán.
El espejo estalló.
Las paredes comenzaron a reír. Voces que no tenían cuerpos. Voces de niños. De mujeres. De cosas que no debían tener voz.
El camerino desapareció. No había puerta. Solo un pasillo lleno de espejos. Y en uno de ellos... algo reflejado.
Una figura.
Con ojos rojos.
Y una sonrisa.
Con mis dientes.
—Ah no, Señor. Yo sí me voy al cielo, pero no en pedacitos —pensé, tomando la mano de Steve y preparándome para lo que viniera.