No sabíamos cuántos minutos, o tal vez horas, habíamos pasado dentro de ese pasillo interminable.
Las paredes ahora estaban cubiertas de una especie de líquido oscuro, que rezumaba lentamente como si la casa estuviera... sangrando.
Steve me tomaba de la mano. Fuerte. Pero lo notaba más callado, más serio.
Mi mente divagaba.
"Si salimos de aquí, me voy a casar con él. Le voy a hacer desayunos todos los días. Hasta me pondré un delantal si hace falta..."
"Pero primero… no morir. Eso es prioridad número uno, Mariana."
Al fondo del pasillo había una puerta. No sabíamos qué nos esperaba.
Y, para variar, se abrió sola.
Un cuarto completamente blanco.
Silencio absoluto.
Entramos.
Y entonces lo vimos.
Un ataúd. En el centro. Abierto.
Dentro… estaba yo.
Mi corazón se congeló.
—¿Qué demonios…? —susurró Steve, palideciendo.
El cuerpo en el ataúd era mi copia exacta. Con los ojos cerrados. Vestida con mi ropa favorita.
Y sostenía una Biblia en las manos. Abierta.
Me acerqué temblando.
La Biblia estaba en el Salmo 23. Como si una fuerza me invitara a leerlo.
Tomé aire. La voz me temblaba. Pero lo hice:
“El Señor es mi pastor, nada me faltará.
En lugares de verdes pastos me hace descansar;
Junto a aguas de reposo me conduce.
Aunque ande en valle de sombra de muerte,
No temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo;
Tu vara y Tu cayado me infunden aliento.”
El suelo tembló.
El reflejo de mí en el ataúd abrió los ojos.
—No eres real —le dije, apretando el libro con fuerza—. No soy tuya. No tengo miedo. Porque Dios está conmigo. ¡No temeré al mal!
Steve se colocó detrás de mí.
Su respiración rozaba mi cuello.
—¿Qué ves? —me preguntó.
—Una trampa —dije—. Pero no voy a caer.
“Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros.” —recité, con voz clara.
Un chillido llenó la sala.
El ataúd ardió en llamas.
La copia de mí se retorció como una sombra sin forma y desapareció.
Y la habitación volvió a la oscuridad.
Yo caí de rodillas.
—No sé cuánto más podré resistir, Steve…
Él se arrodilló frente a mí, y me tomó las mejillas con sus manos cálidas.
—Mariana. Tienes una fe que sacude las paredes de este infierno. Y te juro que cuando salgamos de aquí, voy a ir contigo a la iglesia más cercana, aunque el cura piense que soy un pecador con cara de modelo.
Solté una risa nerviosa.
Y luego nos abrazamos.
—Tengo miedo —confesé por fin, contra su pecho.
—Yo también. Pero te tengo a ti. Y eso ya es medio milagro.
Nos besamos ahí, entre ruinas, polvo, humo y miedo.
Y cuando nos separamos, dije una última oración:
“Señor, si me escuchas… no dejes que este lugar nos corrompa. No dejes que el mal gane. Dame fuerza para resistir, fe para seguir y amor para proteger al que amo. En el nombre de Jesús. Amén.”
Y entonces…
Una nueva puerta apareció.
Con un sobre en el suelo.
Steve lo recogió, y leyó en voz alta:
“Uno de ustedes morirá si el otro no confiesa su mayor miedo.”
Nos miramos.
Silencio.
Y el capítulo termina con esa elección. ¿Confesar... o arriesgarse?