La puerta apareció frente a nosotros, y el sobre seguía temblando en las manos de Steve.
“Uno de ustedes morirá si el otro no confiesa su mayor miedo.”
—Esto es una trampa —murmuré, mi voz todavía temblando—. Quieren que hablemos para usarlo en nuestra contra.
Steve me miró, sus ojos oscuros cargados de preocupación.
—Mariana… ¿confesamos o ignoramos?
—No lo sé —respondí—. Pero sé que Dios nos da espíritu de poder, no de cobardía.
Me acerqué a la puerta. Mi corazón latía como tambor de guerra.
“El que habita al abrigo del Altísimo
Morará bajo la sombra del Omnipotente.
Diré yo al Señor: Esperanza mía, castillo mío;
Mi Dios, en quien confiaré.” —recité con voz firme.
La puerta se abrió sola.
Un cuarto oscuro, con las paredes respirando.
—¿Ves eso? —preguntó Steve, apretando mi mano.
—Sí. Esto ya no es una casa. Es un cuerpo.
Avanzamos.
La sala se transformó delante de nuestros ojos.
Ahora estábamos… en mi antigua iglesia.
Solo que vacía. Doblada. Torcida. Como si hubiera sido arrancada de mi mente y pudriéndose en esta dimensión.
La cruz colgaba al revés.
El altar sangraba.
Y en el púlpito… estaba mi abuela muerta.
—Marianita —dijo con voz hueca—. ¿Por qué no rezas por mí?
Tragué saliva.
Sabía que no era ella.
—Porque tú ya estás con Dios. Esto es solo una imitación. Un disfraz del infierno.
Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo…”
El rostro de mi “abuela” se deformó.
“Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra;
Mas a ti no llegará.” —seguí, mi voz alzándose.
“Con tus ojos mirarás
Y verás la recompensa de los impíos.”
La figura chilló, se encendió en fuego negro y desapareció como humo.
Caí de rodillas. Steve me sostuvo antes de tocar el suelo.
—Eres la mujer más valiente que he conocido.
—No soy valiente. Solo tengo a Dios.
Y luego, sin previo aviso, la cruz colgando giró y se lanzó contra nosotros.
Steve me empujó. Ambos caímos al suelo.
La cruz impactó el lugar donde habíamos estado parados… y se partió.
Una voz nos habló desde las paredes.
“Tu fe no te salvará. Él morirá. Y tú verás.”
—¡Mientes! —grité—.
“Ninguna arma forjada contra mí prosperará. Y condenarás toda lengua que se levante contra ti en juicio.”
“Esta es la herencia de los siervos del Señor.”
Steve me miraba como si viera una guerrera.
—Mariana… si salimos de esta, vas a tener que enseñarme esos versículos. Todos.
Le sonreí con los ojos llorosos.
—Te los escribiré en la espalda con marcador si hace falta.
Avanzamos hacia el altar.
Había otro sobre.
Steve lo abrió.
“Confiesa tu mayor miedo o mira cómo muere ella.”
Steve me miró. Esta vez no dudó.
—Mi mayor miedo… es perderla. A Mariana.
Es verla destruida. O... no poder protegerla cuando más me necesita.
Silencio.
Un segundo. Dos. Tres.
Y entonces…
Una luz blanca envolvió la sala.
La iglesia volvió a su forma normal.
La cruz se colocó bien.
El altar dejó de sangrar.
Y un versículo apareció en fuego brillante sobre el techo:
“Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos.” —Éxodo 14:14
Nos abrazamos.
Temblando. Llorando.
Vivos.
—Gracias, Señor —susurré.
Y, mientras nos alejábamos del altar, otra puerta apareció.
Nos quedaban 6 capítulos más.
6 niveles del infierno.
Pero mi corazón seguía firme.
Porque ya no estaba sola.
Ni física…
Ni espiritual.