El pasillo parecía cerrar sus paredes detrás de nosotros, como si una boca enorme se tragara cada paso que dábamos. La linterna de Steve chisporroteaba de vez en cuando, lanzando destellos que hacían bailar las sombras en las paredes como figuras burlonas.
Y aunque no lo decía, yo sabía que él también las veía.
No estábamos solos.
Mi corazón latía con fuerza, pero no como antes. No era puro terror lo que me recorría el cuerpo… era una especie de reverencia. Como si estuviéramos caminando por terreno prohibido, sagrado y maldito al mismo tiempo.
“Vas directo al juicio, Mariana”, susurró mi conciencia. “Y no solo el espiritual. ¿Crees que puedes cargar con Steve? ¿Crees que mereces a alguien así?”
Tragué saliva. El pensamiento vino como un cuchillo, frío, certero.
Steve iba delante, firme, protector. Como un caballero salido de mis oraciones de niña… o de mis sueños de adulta.
Pero ese era el problema.
¿Y si él era demasiado bueno para mí?
—¿Tú también lo sentiste, verdad? —logré decir, rompiendo el silencio que parecía tener dientes.
Steve asintió sin mirarme.
—Sí. Algo… antiguo. Como si este lugar llevara siglos esperando por nosotros.
¿Por nosotros o por mí? —pensé, sintiendo que algo, allá en lo profundo, me conocía más de lo que debía.
“Aunque ande en valle de sombra de muerte…”
—… no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo —murmuré, y al decirlo, algo se calmó dentro de mí.
Llegamos a otra puerta. Más alta que las anteriores. De madera gruesa, con cicatrices de garras o cuchillos… no lo supe bien. En ella, símbolos extraños se dibujaban como venas.
—¿La empujo? —preguntó Steve.
—Espera —dije, poniendo la mano sobre la puerta.
Estaba tibia. Viva.
Y escuché algo.
No con los oídos. Con el alma.
“Déjalo. Él te va a romper. O tú a él.”
Sentí náuseas.
—No es normal —susurré—. Hay algo del otro lado. Algo que no quiere que entremos… pero tampoco que escapemos.
Steve me miró. Sus ojos eran fuego sereno. Me tomó de la mano. No necesitó decir nada.
En su silencio, me sentí amada. Y eso dolía más que todo lo demás.
Porque yo sabía lo que había pensado antes. Lo que aún peleaba dentro de mí.
Recé en voz baja. Esta vez sin culpa. Solo con entrega.
—Dios, líbrame de lo que soy sin Ti. Dame la fuerza para no huir. Para quedarme en lo correcto aunque el miedo me abrace. No quiero ser una carga para él. Ni para mí. Hazme digna. Límpiame, Señor.
Y entonces abrimos la puerta.
Un cuarto enorme. Como un teatro derrumbado.
Sillas antiguas volcadas, telones negros colgando como piel muerta, y al centro… un círculo de sal, sangre seca y cabello humano.
Una figura encapuchada esperaba allí. Como si supiera que vendríamos.
—¿Quién eres? —pregunté. Mi voz no tembló.
La figura alzó la cabeza.
Sus ojos eran blancos. Su rostro… borroso. Casi como si cambiara, fluctuando entre mujer y sombra.
—Soy tu reflejo —dijo—. Lo que callas. Lo que temes. Lo que deseas.
Me sentí desnuda.
Steve dio un paso al frente, protector.
—No tiene poder sobre ella.
La figura sonrió.
—¿No? Ni cuando ella se acuesta pensando en cómo sería si tú…
—¡Basta! —grité, y mi voz retumbó como un trueno.
Steve me miró. No con juicio. Con compasión.
Y eso me rompió un poco más por dentro.
—Sí, he pensado cosas que no debería —dije, mirando a la figura—. Pero no soy eso. No me define lo que mi carne desea. Me define Aquel a quien obedezco.
“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, amor y dominio propio.”
La figura empezó a temblar. A derrumbarse.
Como si las palabras fueran fuego.
—Volveré —susurró—. Él también tiene sus sombras…
Y desapareció.
El cuarto tembló. La sal se deshizo. Una nueva puerta apareció al fondo.
Pero mis piernas no se movían.
Steve se acercó y me tocó la mejilla.
—¿Estás bien?
—No lo sé —respondí con sinceridad—. Me siento… sucia por dentro. Como si tuviera que reconstruirme pedazo por pedazo.
Él me abrazó. Fuerte. Con ternura.
—Estás haciendo justo eso. Y no estás sola. Yo también tengo que reconstruirme.
Nos miramos.
Y sin planearlo, nos besamos.