Habíamos cruzado la puerta y atrás quedó un silencio tan absoluto que dolía. No había eco. No había viento. Solo el sonido de nuestra respiración. Como si estuviéramos caminando dentro del pecho de un monstruo dormido.
El pasillo no parecía tener fin. Las paredes, cubiertas de un musgo oscuro, latían levemente, como si respiraran. Un zumbido constante vibraba bajo nuestros pies, como un corazón enterrado que aún no ha dejado de latir.
—Este lugar… está vivo —murmuró Steve.
No respondí. Solo apreté su mano más fuerte.
Mi corazón latía tan rápido que me dolía el pecho. Pero no era solo miedo. Era una mezcla abrumadora de amor, de fe, de desesperación. De rabia. De esperanza.
"Señor… si estás escuchando, si en verdad estás aquí… no nos sueltes ahora. No dejes que nos perdamos. No me dejes fallarle a él."
—¿En qué piensas? —me preguntó Steve, con la voz rasposa.
—En ti… y en Dios. En que no quiero perderlos a ninguno de los dos.
Steve me miró. Sus ojos brillaban en la penumbra. Se acercó y apoyó su frente contra la mía.
—No vas a perderme. No mientras yo tenga fuerza para quedarme a tu lado.
Caminamos en silencio un rato más. De pronto, escuchamos un sonido.
Un llanto.
Un llanto de mujer. No lejano. No fantasmal. Real. Quebrado. Humano.
Corrimos hacia el sonido.
Y lo que encontramos me partió el alma.
Una chica. De unos 18. Desnutrida. Encadenada a la pared. Tenía la piel cubierta de cortes, los labios rotos y los ojos apagados como los de alguien que ya no cree en nada.
—¡Dios mío! —corrí hacia ella—. ¡Hola! ¡Hola! ¿Puedes oírme?
Sus ojos se movieron, lentos. Me miró. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¿Eres… real? —susurró.
—Sí. Sí, lo somos. Vamos a sacarte de aquí.
Steve examinó las cadenas. Eran negras, como hechas de carbón sólido. Intentó romperlas, pero lo quemaron. Gritó.
—¡No! ¡Steve! —corrí hacia él.
Su mano estaba roja, como si le hubieran puesto una plancha encima.
—Estas cadenas… no son normales —jadeó.
La chica sollozó.
—No pueden romperlas… a menos que uno de ustedes tome mi lugar.
Nos quedamos en silencio.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, tragando el nudo en mi garganta.
—Silvana.
Silvana.
Ese nombre… me sonaba.
—¿Fuiste tú la que desapareció en 1994? ¿La que decían que se esfumó en este bosque?
Ella asintió, temblando.
Steve me miró.
—Mariana… no podemos dejarla aquí.
Mi alma se rompía en mil pedazos. Pero justo cuando iba a responder, el llanto se transformó en carcajada.
La chica se desfiguró.
Sus ojos se volvieron completamente blancos. Su boca se abrió más de lo normal, llena de dientes como cuchillas.
—Ustedes creen que pueden salvar. Pero este lugar no tiene salida. Cada paso que dan, es más profundo en el infierno.
Retrocedimos. La criatura se arrastró por la pared como una araña, chasqueando la lengua.
—¡Estás sola, Mariana! Dios no escucha aquí. Solo yo lo hago. Yo soy tu sombra. Yo sé lo que piensas por las noches. Sé que a veces deseas cosas que no deberías. Sé que te preguntas si Steve en verdad te ama. Sé que crees que, tal vez, él es demasiado perfecto para ser real.
Me cubrí los oídos.
—¡Basta!
Steve me abrazó por detrás.
—No le escuches. Estoy aquí, Mari. Estoy contigo.
—¿De verdad? —gritó la criatura—. ¿O estás con ella solo porque te recuerda a alguien que perdiste? ¿O porque quieres sentirte un héroe?
Steve cerró los ojos con fuerza. Una lágrima cayó por su mejilla.
—No eres real. No eres verdad. Ella es mi verdad.
Y entonces me puse de pie. Sentía que me quemaba por dentro. El miedo me había empapado. La criatura me había hecho sangrar por dentro. Pero aún así…
Aún así, creía.
—¡Aunque camine en valle de sombra de muerte, no temeré! ¡Porque no estoy sola! ¡Porque aunque mis pensamientos se quiebren, mi fe permanece!
La criatura chilló. Una luz comenzó a rodearme. No como antes. Esta vez era más grande. Más fuerte.
La criatura se encogió. Las paredes temblaron. El pasillo entero empezó a resquebrajarse.
Y luego… todo explotó en silencio.
Cuando abrí los ojos, estábamos en una sala diferente. Como una catedral derrumbada. En el centro, un altar. Tres puertas.
Y Steve, de rodillas, con las manos cubriendo su rostro.