El sol ya estaba alto cuando nos llevaron al hospital para revisar que estuviéramos bien. A la chica la ingresaron de inmediato. No dejaba de temblar ni de repetir que “ellos” la seguían observando.
A mí me revisaron. Presión alta. Pupilas dilatadas. Corazón acelerado. Diagnóstico: trauma, susto, locura… o todo junto.
Horas después, en la sala de espera, aparecieron tres figuras corriendo como ráfagas de viento.
—¡MARIANA! —gritó Natali con los ojos llenos de lágrimas, abrazándome como si fuera a deshacerme en sus brazos—. ¡¿Dónde estabas?! ¡¿Por qué no contestabas el teléfono?! ¡Pensamos que te habían secuestrado!
—¿Y tú? —preguntó Percy mirando a Steve con el ceño fruncido—. ¿Desaparecieron juntos? ¿Un día entero sin decir nada? ¡Después de lo del circo!
—¿Ustedes salieron antes, recuerdan? —dijo Steve, con voz calmada—. Nos separamos cuando empezó ese apagón raro y las luces rojas… y luego ustedes ya no estaban.
—¡Porque corrimos! ¡Todo el lugar se volvió una pesadilla! —intervino Javier—. ¡Ese payaso gigante! ¡Los susurros! ¡Las jaulas! Y ustedes… ¡ustedes no salían! ¿Qué fue eso, Steve? ¿Dónde estuvieron?
Los miré.
No sabíamos qué decir.
Nada iba a sonar real.
Nada iba a sonar cuerdo.
—Nos quedamos atrapados —respondí al fin, con una voz más baja de la que quería usar—. Era una parte del circo que no estaba en el mapa. Había puertas… acertijos… pruebas… No sé cómo explicarlo.
—¿Y qué hay de la chica? —preguntó Percy, señalando a la joven aún dormida en una camilla—. La policía dijo que estaba desaparecida desde hace meses.
Steve miró al suelo. Yo tragué saliva.
—Estaba ahí. Encerrada. Observada.
Natali me miró con miedo.
—¿Y ustedes cómo salieron?
—Dios —respondí, sin pensar.
—¿Cómo?
—Fue Dios. Y Steve. Y… —dudé un momento—. Y algo que ya no quiero volver a vivir jamás.
Silencio.
Los tres amigos se miraron entre ellos, inseguros.
—¿Entonces todo lo del circo fue real? —murmuró Javier—. ¿Las cosas raras, los sonidos, la sensación de que algo nos miraba? ¿No era nuestra imaginación?
—No. Era una trampa.
Y ahí sentí que todo se detenía.
Porque, justo entonces, al otro lado de la sala, en la televisión encendida sin volumen, pasaron una imagen.
Una carpa de circo.
Diferente, sí. Pero con los mismos colores. Con el mismo cartel de letras torcidas.
“El espectáculo continúa.”
Steve y yo nos quedamos paralizados.
Ninguno dijo nada.
Pero ambos lo supimos.
El circo no había terminado.