Caminamos hacia la última puerta. Steve apretaba mi mano con fuerza, como si al soltarla pudiera desvanecerse junto con todo lo que habíamos vivido. El silencio nos envolvía como una manta helada, y cada paso parecía más pesado que el anterior.
Sentía el corazón latiendo en todos los rincones de mi cuerpo. En los oídos. En las sienes. En las rodillas. Hasta en los dedos de los pies. Era como si mi cuerpo entero estuviera gritando “¡Estás viva!” y a la vez preguntándose cuánto tiempo más seguiría estándolo.
—Bueno, Mariana —me dije internamente, tratando de mantener el humor— si no mueres aquí, al menos vas a poder contarle a tus futuras hijas que su padre fue un guerrero celestial con labios de ángel.
Pero luego me regañé en silencio.
¡Concéntrate! No es momento para pensar en sus labios. Ni en cómo se te acelera el corazón cada vez que te mira. Ni en cómo se ve cuando se pone protector. ¡Ni...! Ay, Dios, perdóname otra vez. En serio.
Respiré hondo. El miedo seguía ahí, anidado en mis costillas, pero también estaba la fe. Estaba él. Estaba nosotros.
—¿Lista? —susurró Steve, mirándome con esos ojos que me devolvían el valor.
—No. Pero vamos igual.
Empujamos la puerta.
Un cuarto blanco. Vacío. Frío. Dolorosamente limpio, como si fuera un quirófano olvidado o el último recuerdo de un sueño que ya no se podía entender.
En el centro, un sobre negro.
Solo eso.
Steve lo tomó con cautela, como si pudiera explotar en cualquier momento. Yo, por mi parte, cerré los ojos y comencé a orar en voz baja, con el corazón en la garganta.
—Por favor, Dios, que no sea sangre. Que no sea otro acertijo. Que no sea… una ecuación matemática…
¡MARIANA, por favor! ¿¡Ecuaciones!? ¡Concéntrate!
Steve abrió el sobre.
Un papel blanco, limpio, casi nuevo.
Solo tenía tres palabras:
“Gracias por jugar.”
La luz parpadeó.
Luego… silencio.
Ni truenos. Ni gritos. Ni demonios.
Nada.
Nos miramos confundidos.
—¿Eso fue todo? —dije, con la voz quebrada, casi deseando que no lo fuera. Porque cuando no pasa nada… es cuando algo se está preparando.
Entonces lo oímos.
Un sollozo.
Giramos hacia una esquina que hasta ese momento no estaba allí —o que simplemente no habíamos podido ver—. Una figura humana, encogida, sucia, temblando. Era una chica. De carne y hueso. De mirada perdida.
Corrí hacia ella, el corazón golpeándome las costillas como si quisiera salir.
—¡Está viva! —grité.
La reconocí. Era la hermana menor de uno de los chicos desaparecidos, uno de los que nunca salieron. Tenía las uñas rotas, el cabello enmarañado y los ojos... los ojos vacíos.
—¿Quién te hizo esto? ¿Dónde están los demás?
Ella apenas murmuró:
—Ellos… los encapuchados… no querían matar. Era un experimento. Un juego. Una venganza. Querían ver hasta dónde llega el miedo. Querían que el horror se extendiera...
Steve y yo nos miramos, helados.
No habíamos vencido al mal.
Nos habían dejado vivir.
Salimos cargando a la chica. Cuando cruzamos la puerta principal, el amanecer nos golpeó la cara con fuerza. La luz era real. Vida. Calidez. Como si Dios dijera: “Salieron.”
Los paramédicos llegaron. La policía. Las noticias. Las preguntas.
—¿Qué pasó allá dentro?
—¿Cómo sobrevivieron?
—¿Quiénes eran los encapuchados?
Pero nadie entendía nada. Y nosotros... tampoco sabíamos por dónde empezar.
Steve me miró, con esa mezcla de amor y cansancio en la mirada.
—¿Contamos la verdad?
Lo miré y sonreí débilmente.
—¿Tú crees que alguien va a creer que los fantasmas retroceden con versículos bíblicos y que tu beso fue más poderoso que cualquier arma?
Él soltó una risa suave. Me rodeó con los brazos y me besó la frente.
—Entonces, que sea nuestro secreto.
Porque lo que vimos no se cuenta…
Pero nos cambió.
En mi cabeza, una voz traviesa se metió, como siempre.
—Y pensar que yo solo quería una película de terror y un par de besos…
—¡MARIANA! —exclamó Steve, adivinando mis pensamientos.
—¡Ya va! ¡Estoy bromeando, Diosito, estoy bromeando! ¡Lo juro! —me reí, levantando las manos.
Steve me abrazó más fuerte.
Y por primera vez desde que entramos a ese lugar…
…me sentí verdaderamente libre.