El Circulo de Elias

Capítulo 1: El Ruido Sutil de la Rutina y el Envío Inesperado

El despertador, al que cariñosamente, y con sarcasmo, llamo "El Tirano", aulló. Eran las cinco y treinta de la mañana, esa hora suspendida donde la noche no ha muerto del todo y el día se niega a nacer. En realidad, no lo necesitaba. Mi reloj interno, forjado por años de necesidad y una disciplina rígida, me habría despertado un minuto antes. Pero lo dejo sonar. Es una prueba, un recordatorio metálico de que la obligación aún existe, que el orden —ese endeble sistema que mantiene a flote mi vida precaria— sigue vigente.

Me levanté de la cama estrecha, doblando la manta con una precisión que rozaba lo obsesivo. La obsesión no es un defecto; es una herramienta de supervivencia.

Mi apartamento, en el tercer piso de un edificio con fachada de ladrillo descascarado, es mi refugio y, al mismo tiempo, mi celda. El barrio es un revoltijo de olores: el pan dulce de la panadería de la esquina lucha contra el persistente aroma a diésel y la humedad que lo impregna todo. Dentro, el espacio es reducido, sí, pero es inmaculado. Cada objeto tiene un lugar innegociable: los pocos libros de texto usados sobre el escritorio, el tocadiscos antiguo junto a la ventana, las plantas de interior que luchan por la escasa luz que logro filtrarles. Mi austeridad no es una elección estética. Es una realidad financiera, pero he conseguido infundirle una calma espartana, una belleza tranquila que me consuela.

El Ritual Matutino

Mi ritual matutino es una coreografía silenciosa y eficiente. La ducha fue rápida. El agua siempre parece un lamento a baja presión. En el espejo del baño, con esa grieta olvidada en una esquina, evito la mirada fija. Mi reflejo me devuelve a una mujer que es funcional, no espectacular: rasgos suaves, ojos color miel y un cabello castaño que recojo siempre en una cola de caballo, pulcra e inofensiva. A mis veintiséis años, he aprendido que la funcionalidad es la única moda que me puedo permitir.

Me vestí con mi uniforme no oficial: pantalones oscuros de tela resistente y una blusa de cuello alto, de un tono gris suave. Ropa pensada para resistir las largas horas y el trabajo físico ocasional de una editorial. Mientras preparaba mi café matutino, una infusión más de agua caliente que de grano tostado, mis pensamientos se centraron en la lista de pendientes del día. Hoy me tocaba revisar el manuscrito de una novela histórica ambientada en la era victoriana.

Me resulta curiosa la manera en que mi trabajo me obliga a vivir dentro de vidas fantásticas, ricas en drama y opulencia, mientras la mía se desarrolla en la quietud de la supervivencia. Es mi escape, un viaje diario sin el costo de un pasaje.

A las 6:45, ya estaba en la calle. El viaje a la Editorial Vanguardia es un acto de paciencia urbana. Primero, una caminata que calienta los músculos y la mente, seguida de dos autobuses atestados. Me fuerzan a sumergirme en la humanidad anónima, y ese anonimato, lo confieso, me gusta. Me permite ser la observadora, un testigo silencioso de la vida real. Veo el frenesí de los padres, la soledad de los madrugadores, el desfile interminable de corbatas y maletines. En ese mar de caras, yo soy una gota más. Me siento segura en mi invisibilidad.

Al llegar a la editorial, el vestíbulo aún estaba en penumbra. Mi escritorio, ubicado estratégicamente cerca de la recepción y la sala de correo, es el centro neurálgico de la logística. Es lo que soy: el centro. Encendí el ordenador, el único sonido que se atrevió a romper el silencio de las oficinas, y me dispuse a devorar mi lista: programar la junta de ventas, confirmar horarios de impresión y, lo más pesado, organizar el inventario de libros devueltos.

La mañana se deslizó en una monotonía productiva. Soy meticulosa y organizada, eso lo sé. Mi mente absorbe detalles, fechas y números con una facilidad que, a menudo, me hace indispensable. No soy solo una empleada; soy el engranaje fino que permite que toda la maquinaria creativa funcione sin fricciones, sin que nadie lo note realmente.

Justo antes del mediodía, cuando el bullicio alcanzó su pico habitual, el Sr. Peralta me llamó. Peralta, con su barba tupida y la corbata eternamente torcida, es un alma gentil perdida en la administración.

—Lilian, mi joya de la eficiencia —saludó, jugueteando con un pisapapeles—. Tengo un encargo, un encargo delicado, muy fuera de nuestra rutina.

Señaló una caja pequeña y alargada sobre el escritorio, cubierta con un terciopelo color borgoña. La caja emanaba una sensación de importancia, casi de sacralidad.

—Se trata de ‘Las Crónicas del Mañana’ —continuó—. Una edición de coleccionista única, la última copia en existencia. Es, francamente, irremplazable. Y tiene que ser entregada hoy mismo, a las cinco en punto, en un lugar muy específico. No puedo confiar esto a ningún mensajero. Lilian, necesito que lo hagas tú, personalmente. Sé de tu discreción y tu cuidado.

Sentí un nudo en el estómago. Un envío no era inusual, pero la solemnidad del Sr. Peralta y la descripción de la pieza me pusieron nerviosa. Esta responsabilidad era otra cosa.

—¿Dónde debo entregarlo, señor? —pregunté, sin dejar que mi tono vacilara.

—A la Librería del Globo de Cristal —respondió Peralta, bajando la voz como si revelara un secreto. Me dio la impresión de que él también estaba nervioso—. En el distrito financiero, junto a la Torre Vantros. Es un cliente… muy importante. El cliente solo acepta la entrega a las cinco.

La Librería del Globo de Cristal. Había pasado por delante solo una vez, fascinada por sus ventanales arqueados y el lujo silencioso que parecía emanar de sus puertas. Era un lugar de la élite, el tipo de gente que compra libros por placer y no por ahorro. Estaba a kilómetros de mi mundo.



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En el texto hay: amor, jefe sexy, bibliotecaria

Editado: 20.12.2025

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