El Circulo de Elias

Capítulo 2: La Colisión del Cristal y el Acero

Mi mano sudaba ligeramente, resbalando sobre la tela desgastada del bolso que contenía la reliquia. Eran las 4:55 p.m. El aire del distrito financiero era un perfume caro, una mezcla de dinero, laca para el cabello y la perfecta climatización que emanaba de esos edificios de cristal y acero. El cambio era casi físico; una capa pesada de perfección y frialdad que contrastaba brutalmente con el calor humano y el caos familiar de mi barrio.

La Librería del Globo de Cristal se alzaba en la esquina, un anacronismo de mármol y bronce en medio de la modernidad. Sus ventanales arqueados exhibían primeras ediciones protegidas como tesoros bajo vitrinas. Me sentí observada, no por la gente, sino por las imponentes fachadas de los rascacielos circundantes, especialmente por la Torre Vantros, que dominaba el cielo con una arrogancia silenciosa. Era el epicentro del poder. Y yo, una humilde mensajera, me sentía como una partícula de polvo arrastrada por el viento.

Me detuve un instante, obligándome a calmar la respiración. Mi mantra resonó en mi cabeza: Entregar, firmar, salir. Mi única misión era la eficiencia. Enderecé la espalda, ajusté mi práctica cola de caballo y crucé la calle.

Al empujar la pesada puerta de bronce, un silencio casi reverencial me envolvió. El interior no era una tienda; era una catedral para la élite. El aire estaba saturado con el olor dulce y embriagador del papel antiguo y la cera pulida. Los techos abovedados reflejaban la luz suave de las lámparas de araña. No había el murmullo habitual de una librería, solo el clic-clic distante de unos zapatos caros sobre el parquet.

Una joven vestida con un traje tan impecable que parecía un molde se acercó con una sonrisa educada, casi robótica.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarla?

—Vengo de Editorial Vanguardia —dije. Mi voz me pareció demasiado baja, demasiado simple para ese lugar—. Tengo una entrega programada para las cinco. El ejemplar de ‘Las Crónicas del Mañana’.

La recepcionista me escaneó rápidamente, sus ojos deteniéndose un instante en mi bolso desgastado. A pesar del juicio implícito, la mención del título y el horario parecieron abrir la puerta.

—Permítame un momento. El Sr. Vantros está esperando personalmente esta pieza.

El nombre me golpeó con la fuerza de un rayo. Vantros. Elías Vantros. El magnate. El hombre que, literalmente, era dueño de la torre de cristal que miraba hacia la librería. Sentí cómo la sangre se retiraba de mi rostro. No era solo un "cliente importante"; era El Cliente.

—Pase por aquí —indicó la recepcionista, guiándome a una sala privada al fondo de la tienda, separada por una elegante cortina de terciopelo.

El pequeño salón era una manifestación de lujo sin esfuerzo: sillones de cuero, una chimenea encendida a pesar de que no hacía frío, y una mesa baja con una botella de cristal tallado. No había nadie. Me quedé de pie, aferrándome al bolso. Miré la hora en mi reloj de pulsera barato: 4:58 p.m. La ansiedad me puso rígida. ¿Debía esperar de pie? ¿Sentarme en un sillón que probablemente costaba más que mis muebles? Decidí permanecer quieta, una estatua de gris y marrón.

Pasaron dos minutos, un tiempo que se estiró en una eternidad. Oí voces apagadas detrás de una puerta lateral, una de ellas profunda, autoritaria. Mi mente conjuró la imagen de Elías Vantros: un hombre mayor, calvo, con un cigarro caro y un apetito insaciable por los negocios. Mi imagen mental era una caricatura del poder.

A las 5:01 p.m., la puerta lateral se abrió.

El hombre que entró no se parecía en nada a mi caricatura. Era joven, quizás en la treintena, con un traje de corte impecable que parecía haber sido forjado alrededor de sus hombros anchos. Su cabello era oscuro y revuelto, como si acabara de salir de una reunión intensa. Llevaba gafas de lectura de montura fina que le daban un aire de intelectualidad severa. Pero lo más impactante eran sus ojos: de un azul penetrante y una intensidad que parecía analizar cada detalle de la sala. Este era Elías Vantros. Y en ese instante, me di cuenta de que el mundo real superaba con creces a las fantasías de los manuscritos que leía.

Él no me vio de inmediato. Estaba inmerso en una conversación telefónica en un idioma que no reconocí, su tono impaciente, sus gestos precisos. Caminó hacia la mesa de forma distraída, con el móvil pegado a la oreja.

Intenté avanzar y anunciarme, pero el miedo a interrumpir una negociación de miles de millones de dólares me paralizó. Di un paso, justo cuando Elías giraba abruptamente, con la intención de tomar una servilleta de la mesa.

Y entonces ocurrió.

Yo, aferrada al bolso y a la caja de terciopelo, reaccioné demasiado tarde. Él, absorto, no me registró en su campo visual. Su hombro se estrelló contra el mío, y en el instante del impacto, la gravedad actuó con crueldad.

Elías soltó su teléfono, que se deslizó hacia el suelo. Yo sentí un horrible crujido. Aunque mi instinto de protectora mantuvo la caja del libro pegada a mi pecho, la fuerza del choque me hizo tambalear. Intenté recuperar el equilibrio apoyándome en la mesa baja, pero en su lugar, golpeé la botella de cristal tallado que contenía un líquido rojizo oscuro.

La botella cayó al suelo de madera noble con un sonido que pareció un disparo en el silencio de la librería. El líquido oscuro se extendió como una mancha de sangre sobre la alfombra Persa. Y, lo peor de todo, unas gotas salpicaron el bajo del pantalón del traje de Elías Vantros.



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En el texto hay: amor, jefe sexy, bibliotecaria

Editado: 20.12.2025

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