La propuesta de Elías fue el clímax de la locura, pero me negué a dejar que la boda fuera igual de precipitada. Necesitaba tiempo para que mi corazón alcanzara la velocidad de sus negocios. Así, me aferré a la organización de la boda durante seis meses, un periodo crucial que utilicé como una clase intensiva para convertirme en la futura Señora Vantros.
En esos meses, demostré mi valía más allá de la pasión. Me sumergí en mi nuevo rol de Consultora de Comunicación e Investigación a tiempo completo, probando que mi mente era, de hecho, el activo más valioso de Elías. Lo acompañé a juntas, lo asesoré sobre el tono de sus comunicados de prensa y, sobre todo, le ofrecí una perspectiva que nadie en su burbuja de oro se atrevía a darle. Mi amor se hizo más sólido en la oficina que en el dormitorio, forjado en la admiración por su brillantez y la profunda conexión intelectual que compartíamos. Empecé a darme cuenta de que el mundo financiero, aunque abrumador en su escala, compartía la misma necesidad de coherencia y verdad que la buena literatura. Yo era su "editora de la realidad".
La boda, celebrada en la finca Arcadia, fue el resultado de mis negociaciones: íntima, discreta, desprovista de la pompa que la prensa esperaba. Los pocos invitados de Elías eran su círculo más cercano de socios y familiares, todos con nombres que valían más que mi antiguo barrio. La pequeña delegación de mis antiguos amigos y compañeros de trabajo ancló mi felicidad a la realidad, recordándome quién era yo antes del Bentley. Fue un día que selló mi unión y, aunque los tabloides me llamaron "La Cenicienta de la Calle Mármol", yo sabía que mi corona no era de cristal, sino de hierro forjado con mi propia obstinación.
La luna de miel fue una burbuja de tres semanas de indulgencia y descubrimiento. En el jet privado de Elías, lejos de la Torre Vantros, se transformó. Las largas conversaciones filosóficas reemplazaron las llamadas de negocios. Descubrí que, debajo de la coraza de acero, había un hombre desesperado por ser entendido sin que el dinero fuera la variable. Nos reímos hasta las lágrimas por sus incómodas interacciones sociales y por mi incapacidad para distinguir un vino de $100 de uno de $10,000. Nuestras escenas de amor no eran solo pasión; eran una profunda confirmación de que nuestra conexión emocional era real, un oasis de vulnerabilidad que ambos necesitábamos para sanar nuestras respectivas soledades.
Tras la luna de miel, regresé a la Mansión Vantros, el complejo palaciego en el exclusivo barrio de Hills. La casa era tan vasta y perfecta que sentía que la opulencia intentaba devorarme. El personal de servicio superaba en número a los habitantes de mi antiguo edificio. El simple acto de elegir mi ropa se había convertido en una lección de moda y etiqueta que tuve que aprender a manejar con dignidad, apoyada por una consultora de imagen que Elías contrató discretamente.
Elías había sido claro: "Eres la dueña, Lilian. No la invitada. Dirige, no seas dirigida."
Acepté mi papel, pero me negué a olvidar mis raíces. Me convertí en la Señora Vantros atípica. El verdadero desafío, sin embargo, no estaba en la mansión, sino en los círculos sociales.
En el primer gran evento de la Fundación Vantros, sentí las miradas de juicio clavarse en mi espalda. Los ojos de las esposas de los otros magnates eran cuchillos de hielo. Eran mujeres que valoraban los linajes y los activos, y yo no tenía ninguno de los dos, salvo el amor de Elías.
Recuerdo la conversación con Victoria Sterling, esposa de un rival de Elías. Victoria era una mujer impecable, cuyo desprecio era tan pulido como su collar de diamantes.
"Es admirable que Elías te haya dado un propósito, querida Lilian," me dijo, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Escuché que organizas los seguros del personal. Tan... terrenal. Es adorable."
Mi sangre hirvió, pero recordé las palabras de Elías sobre mi dignidad.
"Esencial, Victoria," le respondí, bebiendo mi copa de champán con calma. "Mi propósito es asegurar que la fundación de Elías no solo cambie el mundo con grandes inversiones, sino que también lo sane persona por persona. Creo que mi visión de la 'desesperación' es más íntima que la de la junta directiva." Hice una pausa y sonreí, apuntando a un punto ciego en su impecable organización. "Además, prefiero la claridad de los números del seguro al drama predecible de los socialités. Lo edité en mi vida."
La respuesta la dejó sin palabras. Comprendí en ese momento que mi fuerza no residía en imitar a esas mujeres, sino en capitalizar mi diferencia. Usé mi origen humilde como mi armadura y mi perspectiva como mi arma más afilada.
En lugar de dedicarme a los eventos sociales, me concentré en el personal de la mansión. Mis ojos, entrenados como editora para el detalle, notaron rápidamente las grietas en la fachada de la perfección. Me di cuenta de que muchos de ellos, a pesar de trabajar para el hombre más rico de la ciudad, lidiaban con las mismas presiones que yo acababa de dejar atrás: educación para sus hijos, facturas médicas, la soledad de vivir lejos de casa.
Mi misión se consolidó cuando descubrí el caso de la Sra. Elena. Una investigación discreta reveló que la cocinera principal estaba pagando costosos tratamientos para su hija enferma en secreto, por miedo a perder su empleo.
Esa misma noche, decidí actuar.
"Sr. Davies," dije al mayordomo, con mi voz suave pero con la autoridad que me daba el apellido Vantros. "He revisado la situación de la Sra. Elena. De ahora en adelante, la Fundación Vantros pagará la totalidad de los gastos médicos de su hija. Y, por favor, pídale que tome los días libres que necesite para cuidarla. No quiero que se preocupe por su puesto de trabajo, solo por su hija."