Melina se sintió caer como un cadáver vivo. El primer impacto contra los ásperos escalones fue brutal y más ruidoso de lo esperado. Algo crujió dentro suyo. Oyó gritos y exclamaciones a su alrededor. Gracias a ese primer golpe el cuerpo de Melina logró despertar, solo para experimentar una agonizante sucesión de dolores en cadena. Borrosos manchones giraron delante de sus ojos, disparando agudas punzadas en su cuerpo y en su rostro.
Cuando el frenético descenso se detuvo por fin, el vértigo insistió en acompañarla. Melina luchó contra el mareo tratando de concentrarse en respirar y enfocar su vista en un solo lugar. Su cuerpo maltrecho tembló, la adrenalina que pulsaba en sus venas hizo que todo pareciera más definido y brillante por unos segundos. Un grupo de alumnos y profesores corrieron hacia ella, rodeándola. Melina alejó su vista del mar de rostros y la dirigió hacia donde había aterrizado su mochila, que se había abierto en la caída. Sus cuadernos y carpetas se hallaban desparramados por los escalones.
Los sonidos parecían amortiguados, como si llegaran a ella a través de una capa de algodón. Su visión comenzó a desenfocarse. Melina sabía que al sufrir un trauma siempre existen unos minutos de gracia en los que el cuerpo aún no envía todas las señales dolorosas al cerebro, pero a ella le pareció que esos instantes dorados se desvanecieron demasiado rápido. El dolor se amplificó con la fuerza de una ola azotada por el viento. Un ardor intenso en su brazo izquierdo le indicó que esos huesos habían sufrido el primer golpe. Su mejilla enviaba punzadas insistentes a su cráneo y a su mandíbula. Melina deseó perder la conciencia en aquel momento, pero no tuvo tanta suerte.
Luego de unos minutos de quieto sufrimiento vio llegar a la enfermera, quien tampoco le permitió moverse hasta que llegaran los paramédicos. Era el protocolo en estos casos, explicó. El dolor se fue haciendo cada vez más insoportable. A pesar de sus esfuerzos por tratar de mantener la poca compostura y dignidad que le quedaban, se encontró llorando entre gemidos involuntarios. Se sintió como una muñeca de trapo, flotando entre oleadas de dolor intenso y corrientes cruzadas de extrema vergüenza. Alcanzó a oír una exclamación que sonaba como su nombre y percibió movimiento entre los espectadores. Una figura familiar se abría paso a codazos entre los mirones. Adrián se arrodilló a su lado con los ojos muy abiertos, desconcertado. El shock se estaba instalando en el cuerpo de Melina, dejando su mente en un vibrante estado de confusión. Pronto sus pensamientos se fueron desarticulando, quebrados.
Melina comenzó a balbucear y Adrián se acercó a ella a pesar de la mirada amenazante de la enfermera.
—La vi —susurró Melina.
—¿Qué? —Adrián se aproximó a ella un poco más. La enfermera bufó una orden que él ignoró.
—Ella.
Melina quiso decir algo más pero su rostro se contrajo en un gesto de dolor agudo y ya no pudo seguir hablando. Adrián la miró sin disimular su expresión de espanto. La enfermera lo obligó a retroceder y más profesores llegaron para controlar la situación, dispersando a los estudiantes curiosos. Minutos más tarde llegaron los paramédicos, atendieron a Melina y le colocaron un soporte rígido para el cuello. A continuación la trasladaron con cuidado en una camilla hacia la ambulancia que aguardaba afuera.
El escándalo duró un largo rato, pero al fin llegó el momento en que los alumnos congregados perdieron interés en el suceso y se dirigieron al salón de presentaciones entre risas y comentarios malintencionados. La directora los urgió a reunirse en el salón a través de los parlantes, mientras los preceptores arriaron a los estudiantes desperdigados como ovejas al corral. Adrián se apoyó contra la pared, sumido en sus pensamientos. Continuó parado allí, al pie de la escalera, con la mirada perdida por un largo rato, hasta que logró reaccionar. Se dio cuenta de que debía rescatar las pertenencias de Melina antes de que alguien más lo hiciera. Se apresuró a recoger los cuadernos y carpetas repartidos entre los escalones. La carpeta de dibujo de Melina yacía abierta unos cuantos escalones más arriba y en una de las páginas había un boceto extraño. Adrián recogió la carpeta y observó el dibujo, inquieto. Era el retrato de una joven pálida que reconoció en el acto, a pesar de que sus facciones se hallaban borroneadas. La ilustración era inquietante: los ojos vacíos de la joven estaban tachados con fuerza, ocultos por completo bajo dos cruces grandes y desprolijas. Cuatro trazos furiosos en tinta roja.