La tarde ya se había instalado entre los árboles mientras las chicas regresaban de la clase de Educación Física. Una ráfaga de viento las despeinó, mezclando mechones rubios y castaños en el aire. Gianna decidió desarmar su rodete de un tirón mientras sobreactuaba como modelo de comercial de shampoo. Melina dejó escapar una risita.
—Bien, ahora que somos amigas de nuevo, va la invitación otra vez. ¿Vas a venir conmigo a la fiesta? —preguntó Gianna por tercera vez en el día—. Hace tanto que no salimos juntas…
—¿Otra vez con eso? —la sonrisa de Melina se transformó en un gesto cansado—. No tengo ganas. No me invitaron, y no me da la cara para aparecer como si nada.
—Melin, ya te lo dije, no necesitas invitación. Va a ir todo el mundo. Nadie está contando. Todos saben que somos inseparables —replicó Gianna mientras la tomaba del brazo—. Necesitas relajarte un poco, salir con chicos más seguido. Es divertido.
Contó con liviandad como había empezado a salir con varios chicos a la vez. Relató como aquello le parecía una aventura muy divertida, sin sentimientos serios ni complicaciones. Era como un gran experimento, había confesado. Melina asintió con una sonrisa. Gianna siempre había deseado ser como ellos, los otros chicos y chicas de su edad. Tranquilos, despreocupados, buscando cómo divertirse cada fin de semana, invirtiendo todo su tiempo libre en fiestas, salidas al cine o al centro comercial. Gianna había tenido la esperanza de que esa normalidad se le pegara a ella de alguna forma, por contacto o por proximidad. Al principio había funcionado, pero pronto tuvo que reconocer que la experiencia había fracasado. En los últimos días había comenzado a sentirse extraña otra vez. Invitar a Melina a la fiesta era un nuevo intento por sentirse normal sin perder a su amiga de vista otra vez. La miró, suplicante.
—¿Vas a venir conmigo?
Melina miró hacia el cielo con expresión cansina y se detuvo a sacar unas hojas secas que se le habían adherido al pantalón. Gianna supo que ya no tenía sentido insistir. Abrió la boca para admitir la derrota, pero Melina se le adelantó.
—La verdad es que no tengo ganas de ir. Prefiero quedarme en casa dibujando. Siempre me siento incómoda en las fiestas, me da la impresión de que si alguien se me acerca no voy a tener nada de que hablar.
—¿Nada de que hablar? Son excusas, Melin. Bien, ya no voy a seguir intentando sacarte de tu encierro. Está claro que seguís igual. Yo me moví hacia adelante pero ustedes dos siguen enredados en el pasado, hablando siempre de lo mismo—. Gianna se adelantó unos pasos.
—No, Gianni, no es eso. Desde que vos te alejaste no hablamos nunca más de las pesadillas. No hablamos demasiado de nada, de hecho. Creo que cada uno está lidiando con este asunto a su manera. Yo sigo siendo como antes. No necesito salir con nadie ni ir a fiestas para seguir con mi vida —dijo Melina de un tirón. Gianna se detuvo y miró a su amiga. Melina tendía a alejarse de la gente y Gianna siempre había sentido la necesidad de sacarla de su cascarón de tanto en tanto, algo a lo cual Melina nunca se había opuesto, hasta ahora. En secreto temía perderla para siempre en las profundidades de ese lejano aislamiento y sabía bien que en este distanciamiento de los últimos meses la que más había sufrido había sido ella misma.
—Está bien. Como quieras. Pero quiero que sepas que me alejé por una razón.
—Ya lo sé. Siempre supe que había pasado algo, pero no me dabas la oportunidad de preguntarte.
—No, porque sabía que me ibas a interrogar como un policía. Y en ese momento era más fácil para mí no decir nada. Estaba muy confundida y molesta.
—Bueno. ¿Qué vas a hacer entonces, me vas a contar o preferís seguir en la tuya como hasta ahora? —preguntó Melina. No había reproches en su voz, pero Gianna sintió que la culpa se le amontonaba en el pecho. Decidió contarle lo que había pasado. No estaba segura si ella iba a entender, pero al menos podría descargar el peso de todo lo que había venido ocultando hasta ahora. Miró a su alrededor buscando donde sentarse. Se alejó apenas del sendero y se desparramó sobre el primer asiento de madera que vio, estirando las piernas a toda su extensión. Melina se acomodó como pudo en el espacio libre, expectante. Gianna recogió una pequeña rama seca y la partió entre sus dedos.
—Adrián y yo nos besamos—. Un trocito de madera cayó de repente en el césped.
Melina se quedó mirando el trozo de ramita en el suelo. Su expresión era indescifrable. Gianna continuó hablando mientras la corteza desgarrada crujía en sus manos.
—No puedo explicar como pasó, fue sin querer. Yo estaba… No sé, alterada por lo de mi papá. ¿Te acordás de ese día? Cuando sufrió un ataque de convulsiones y se desmayó —Melina asintió en silencio—. Los médicos no nos daban respuestas y él seguía sin reaccionar. Esa tarde yo estaba sola en la clínica esperando a que mi mamá fuera a buscarme y Adrián apareció justo ahí. Había ido a llevarle comida a su mamá, que estaba de guardia. De verdad no sé como pasó. Quizás me sentía sola, tenía miedo por mi papá y me aferré a él por desesperación. No lo sé. No lo recuerdo muy bien.
Gianna carraspeó. Melina asintió con la cabeza y otro trocito de madera voló con fuerza por el aire. Un breve silencio se instaló entre las dos.
—Adiviné que algo había pasado entre ustedes —dijo Melina con una sonrisa. Su mirada seguía perdida en el césped salpicado de hojas secas, sus manos ocultas debajo de sus piernas—. Los dos estaban muy raros. Y yo los conozco bien. ¿Que pasó después?
Gianna pestañeó rápido para evitar que se le cayera una lágrima traicionera. El viento se fue tornando más frío a medida que el sol descendía entre los árboles. Tonos de naranja y rosado se proyectaron sobre la cercana pared del colegio. La gran cruz de madera, entronizada en el punto más alto de la arcada, pareció resplandecer entre los reflejos. Gianna tuvo un pensamiento fugaz: los atardeceres de otoño olían a humo.