Las luces amarillentas parpadeaban entre finos hilos de vapor. La humedad descendía sobre las calles por segunda vez en la semana, barnizando la ciudad en su caída. El viento helado arrastraba tras de sí una inquieta capa de nubes oscuras, una señal clara de que el fin de semana iba a llegar envuelto en lluvia. Adrián cruzó la calle solo; las chicas ya habían doblado la esquina hacia sus hogares, unas manzanas atrás. Los escasos transeúntes apretaban sus abrigos y apresuraban el paso, pero él continuaba caminando sin apuro. No había nadie esperándolo en casa. Se sentía relajado, adormecido, anestesiado por un frío que aumentaba a cada paso.
La sensación de calma era extraña, considerando que hacía apenas unas horas sus nervios alterados lo habían llevado a buscar refugio en el parque. La clase de educación física se le había hecho intolerable. Su incapacidad de concentrarse iba en alza, sus distracciones eran cada vez más frecuentes y su sensación de aislamiento y desconexión del mundo se había hecho insoportable. Las continuas faltas en varias clases ya le habían ganado malas notas y llamadas de atención por parte de los profesores. Sabía que faltaba poco para que la directora convocara a sus padres a una reunión.
Los eventos de la tarde lo habían sorprendido. Era la primera vez que hablaba con Gianna en mucho tiempo. Después de aquel beso las cosas habían cambiado demasiado. Adrián había intentado comunicarse con ella y hablar sobre lo había sucedido entre ellos, pero ella lo había ignorado a conciencia, evitando verlo o estar en contacto con él de cualquier forma. El asunto había terminado por resentir el vínculo de amistad que unía a los tres desde siempre. La situación se había tornado tensa e incómoda y habían dejado de reunirse como antes. Por lo visto Gianna no había querido contarle a Melina lo ocurrido hasta hoy. Por su parte, él había evitado a ambas sin disimulo. Volver a encontrarse así y retomar su amistad como si nada hubiera sucedido había resultado ser una sorpresa y un gran alivio. A pesar de sentirse cómodo en su aislamiento, Adrián las extrañaba mucho más de lo que quería reconocer. Cuando se enteró de que Gianna había comenzado a salir con un chico, y luego con otro chico más, Adrián hubiera querido decirle que aquello no tenía nada de malo. Que él no podía sentir celos aunque lo deseara. Hubiera querido decirle que no podía contemplar la posibilidad de una relación duradera ni con ella ni con nadie, por razones que no podía explicar. Pero sabía que era imposible decirle algo así a una chica sin quedar como un absoluto desgraciado. Su insensibilidad en esos temas era algo difícil de aceptar y prefería ocultarlo. Era como si algo dentro suyo estuviera en mal funcionamiento. Tenía sentimientos por ella. A veces esos sentimientos lo abrumaban. Pero eran pasajeros, motivados más por la curiosidad que otra cosa. La verdad era que no podía imaginarse a su lado todos los días.
A juzgar por sus acciones, a ella le pasaba algo similar. No podía iniciar una relación estable y se dedicaba a conocer gente nueva todo el tiempo. Si bien él no hacía lo mismo, podía entender la lógica en la forma de ser de Gianna. Una forma de ser que al parecer, nadie entendía. Hablaban mal de ella todo el tiempo y sin embargo era la envidia de todas las chicas. Su independencia y su autoestima permanecían intactas ante los rumores. Y aquello, de alguna forma retorcida, lo llenaba de orgullo. Claro que no podía dejar de especular con la remota posibilidad de entrar en una relación “formal” con Gianna. Ella era una de las chicas más lindas del colegio y le costaba admitir esa cuestión tan superficial, pero si las cosas hubieran progresado con ella hubiera logrado liberarse de muchas presiones, como la de tener que dar explicaciones por sus acciones a sus padres o caerle bien a los demás. Junto a Gianna podía ser percibido como alguien misterioso y atractivo. Solo, no era más que un tipo raro. Adrián sabía que si él mismo se percibía así era lógico y de esperar que la gente lo viera también de esa forma, pero no podía evitarlo. En su propia mirada, era un tipo raro.
Desde hacía ya unos cuantos años que se había convencido de que algo no estaba bien con él. Consideraba un obviedad el hecho de que todas las personas se sienten diferentes a los demás. Todos se creen únicos. Pero el no se sentía único, diferente o especial. Desde el incidente del bosque el se sabía diferente. Incluso a nivel físico. Como si algo en su sangre o en su organismo fuera distinto, pero no podía decir qué. Sentía una falta, un vacío, como si le hubieran extraído un órgano esencial para funcionar correctamente. Durante un tiempo pensó en que se trataba de algún tipo de psicosis, un trastorno mental, quizás su empatía disfuncional o sus rasgos introvertidos eran pistas de que se estaba convirtiendo en un asesino serial. Se sometió a muchos tests online, investigó el tema a profundidad, pero la mayor pista seguía siendo aquella que llegó de boca de su madre ese día en que disfrutaban de un helado después de cenar.
—Para mí de frutilla a la crema —había dicho aquella vez cuando tenía doce o trece años.
—Ya sé, es tu sabor favorito. ¿Sabías que cuando eras chiquito a veces no querías comer nada más que helado de frutilla? No sé cómo hacías, pero siempre me convencías de que fuera a comprarte más. Nunca llorabas, solo me mirabas a los ojos por un largo rato y me lo pedías con tanta insistencia que no podía resistirme. Recuerdo una vez en que tuve que salir con el auto a las doce de la noche y recorrer la ciudad en pleno invierno para encontrar una heladería abierta y conseguirte el bendito helado. Todavía no me explico porqué no podía enojarme o decirte que no. Creo que me era imposible dejar de mimarte.
La anécdota era graciosa y todos en la familia la tomaban con humor. Pero había algo que resonaba en él. La conversación lo llevaba a experimentar un vago recuerdo envuelto en el tiempo, la sensación algodonosa de una memoria perdida que le decía con inexplicable certeza que él obligaba a su mamá a traerle helado, aunque ella no quisiera hacerlo.