La preceptora explicó a la clase que el profesor se había demorado por un inconveniente mecánico. Que aquello no significaba que tenían la hora libre, sino que debían esperar unos quince minutos a que el profesor llegara en taxi, no mucho más. Y que esperaba que tuvieran paciencia y dejaran de hacer ruido porque los demás alumnos del piso estaban en clase. Melina la miró con furia creciente. No entendía si estaba enojada con ella, con Adrián por guardarle secretos, o contra todo el maldito curso ruidoso. Sabía que un griterío estaba a punto de ocurrir apenas Patricia saliera por la puerta. Y así ocurrió. Como si hubieran escapado de prisión, sus compañeros comenzaron a charlar a los gritos, a sacarse fotos con sus celulares, a poner música y a bailar encima de los asientos. Melina se refugió en su mochila, en busca de sus auriculares. La rescató del piso —siempre se caía del gancho— y se llevó una desagradable sorpresa. Los había olvidado en casa.
Un dolor de cabeza incipiente asomaba entre sus cejas. Todo le molestaba, la luz, su ropa, el aire estancado dentro del aula. Quería abrir las ventanas, quería que comenzara la clase para distraerse, pero lo que más deseaba en el mundo era que sus compañeros dejaran de hablar. Necesitaba un poco de silencio, quería relajarse, quería dejar de pensar. De pronto se abrió la puerta y Melina suspiró, pensando que por fin el profesor debía haber regresado. Pero ese no era el caso. Una chica desconocida entró corriendo a toda velocidad y se sentó en uno de los pupitres del frente. Melina no pudo identificarla de espaldas. Su pelo era más claro que el de Gianna, mucho mas largo y lacio. ¿Sería una alumna nueva? ¿Alguna de las chicas había decidido decolorarse el pelo? Melina miró alrededor, revisando los gestos de sus compañeros, tratando de ver si alguien más había notado a la chica nueva.
Una sospecha la invadió de pronto. Melina sintió que su corazón se aceleraba. Respiró hondo un par de veces y volvió a mirar a la chica desconocida. Vestía el uniforme del colegio y sobre su mesa había una carpeta de tapas rojas. Desde su banco no alcanzaba a ver más detalles porque un grupo de chicos se había reunido a charlar justo delante de ella. Se restregó los ojos. Se dijo a sí misma que se estaba sugestionando. Buscó algo con qué escribir, había extraviado su lápiz. Por fin lo encontró, estaba en el suelo. Cuando se agachó para recuperarlo, alcanzó a ver los pies de la chica misteriosa. Estaban descalzos.
Melina se incorporó de golpe. Un sudor frío descendió por su espalda. Se quedó muy quieta por unos segundos hasta que el grupo de chicos frente a ella decidió moverse y Melina pudo observar mejor a su pesar. La alumna extraña, que continuaba sentada en su asiento, estaba descalza. Y no solo eso, su uniforme se había transformado en un vestido azul claro. Melina se estremeció al notar que su cabello brillaba sobre sus hombros en una espectral cascada plateada, como si una luz la iluminara desde arriba. Los labios de Melina comenzaron a temblar de forma incontrolable. Trató de reaccionar pero sintió que no podía moverse. El aire se tornó helado y pudo ver su respiración condensarse en humo blanco.
Clavó su vista en su cuaderno, tratando de pensar en que hacer a continuación. Su corazón latía en sus oídos como un tambor desbocado. Su cabeza ardía. Oyó que alguien la llamaba a la distancia.
—¿Qué? —contestó en un susurro.
—¿Qué te pasa nena? ¡Te estoy hablando!
Melina pestañeó. Frente a ella estaba una de sus compañeras. Jazmín siempre se rodeaba de un aire de hartazgo, como si el mundo la ofendiera por no ser tan perfecto como ella. Esta vez parecía aún más indignada que de costumbre. Melina siempre la evitaba, su apariencia cuidada hasta el mínimo detalle y su forma superficial de hablar le producían rechazo. Detrás de ella, la chica misteriosa había desaparecido.
—Te pedí que levantaras tu mochila del piso, es la segunda vez que me tropiezo con ella. ¿Te pasa algo? —dijo en tono chillón mientras se cruzaba de brazos. La mayoría de la clase prestó atención a la reacción de Jazmín. Ella sonrió al notar las miradas y volvió a exagerar su tono —. ¿Qué te pasa, viste un fantasma?
Risas. En el cerebro alterado de Melina las carcajadas se oían como estertores, ecos en un túnel.
—Basta —susurró, con un hilo de voz.
—¿Basta qué? —gritó Jazmín. Al menos a Melina le parecía que gritaba y que todos reían a un volumen insoportable. Hablaban a los gritos, destrozaban sus oídos. Melina los cubrió con las manos. Mantuvo la vista fija en su cuaderno, las punzadas de dolor en su cabeza no le permitían moverse siquiera. Lo único que existía era el ruido. El ruido.
—Silencio, por favor —volvió a implorar.
—¿Que estás diciendo? —aulló Jazmín una vez más.
Melina la miró. Algo se quebró en su mente. Un flash de luz invadió su vista y un impulso feroz la hizo incorporarse de un salto.
— ¡Dije… que… se callen! —gritó, con una fuerza incontenible—. ¡¡Silencioooo!!
Cerró los ojos y en su cabeza siguió resonando la misma palabra por segundos eternos. Su furia y su terror fueron escapando de sus pulmones con la fuerza de un huracán. Cuando al fin se quedó sin aire respiró hondo y comenzó a jadear, ahogándose con el aire nuevo que entraba a raudales. Levantó los párpados y retornó a la realidad. Lo único que oyó fue su propia respiración entrecortada. Todos sus compañeros estaban mudos. Paralizados, sorprendidos ante su grito feroz. Pero había algo anormal en ese silencio. Los chicos parecían congelados, boquiabiertos, sus miradas huecas.
Melina los observó, inquieta. Su respiración volvió a acelerarse. Nadie se movía. Jazmín parecía una estatua frente a ella, inerte, con un gesto de sorpresa y profunda molestia aún pintado en su rostro. Un hilo de sangre comenzó a descender de la comisura de su labio. Entonces cayó al suelo, como si la gravedad hubiera reclamado todo el peso de su cuerpo de golpe. El resto de la clase se desmoronó ante sus ojos como un castillo de naipes. Algunos cayeron sobre el piso, sangrando en pequeños charcos. Otros se desplomaron sobre sus bancos. La sangre brotaba de sus oídos y de sus bocas mientras yacían inconscientes. Melina retrocedió, espantada, hasta golpear contra la pared del fondo del aula. No pudo precisar qué ocurrió después. Su mente quedó en blanco por unos segundos, hasta que volvió a recuperar el conocimiento al quedar frente a frente con el profesor de Biología.