Melina llegó a casa descompuesta. La última hora de clase se había suspendido así que no había nadie en su casa aún. Luego de un rato de estar encerrada en el baño vomitando, tomó un analgésico para frenar su dolor de cabeza y malestar general. Su angustia se desató al momento de volver a su cuarto. Se arrojó a la cama, llorando de pura desesperación.
No tenía idea de lo que había sucedido. Quería convencerse de que debía haber alucinado. Pero esa voz en su cabeza diciéndole lo contrario la perturbaba. Y el detalle de la sangre estaba muy anclado en la realidad. Lo que había pasado era visible para todos. La clase se había llevado una amonestación colectiva por lo que la directora había interpretado como una broma de muy mal gusto. Muchos alumnos protestaron, diciendo que les dolía la cabeza. Otros aseguraban que habían sangrado de la nariz, una chica juraba que tenía sangre seca en sus oídos. La directora decidió suspender la clase y enviar a los alumnos a casa, en parte para limpiar el aula y en parte para remover a los estudiantes de cualquier riesgo de infección. En el revuelo de la salida los estudiantes pasaban del espanto al festejo. La mayoría le encontraba mucha gracia a la situación, las carcajadas aumentaban el dolor de cabeza de Melina.
— ¡Hay brujas en Castel! —gritaba uno de los chicos—. Hay que cazarlas, vamos al bosque.
Más carcajadas. Jazmín juraba que esa sangre era “femenina”. Más expresiones de asco y más carcajadas. Melina se apresuró a salir del aula, sentía que iba a desvanecerse en cualquier momento. Mientras caminaba a casa una voz interior le aseguraba que había sido ella. Que ella había pedido silencio y que lo había obtenido. Ella los había paralizado, ella los había hecho sangrar. Había sido ella, Melina era la única culpable. Cuanto más peleaba con esa voz, peor se sentía.
Recuperó su celular del bolsillo de su abrigo. Necesitaba hablar con alguien. Ni siquiera lo pensó, buscó el nombre del psicólogo y lo llamó. El tono de llamada sonó cinco, diez veces. El terapeuta no respondía. Melina resopló y abandonó el celular sobre la cama. Tomó el cuaderno de dibujo de su mesa de luz junto a su lápiz suave de grafito. La única forma de suavizar sus nervios era engañarlos dibujando. Luego de un rato se frustró y arrancó la hoja, hizo un bollo y lo tiró al cesto de basura, pero el bollo rebotó y cayó sobre la alfombra.
La frustración se transformó en furia. Pensó que todo lo que había pasado era culpa de Jazmín. Jazmín, vana y superficial, había destrozado su última reserva de paciencia. Su mano comenzó a garabatear sobre el papel. Creyó que su intención era hacer una cruel caricatura de Jazmín, replicar su gesto enfermizo de asco eterno, pero su dibujo fue variando hasta convertirse en otra cosa. Pasó un largo rato en aquel dibujo antes de darse cuenta lo que estaba dibujando. No era un retrato de Jazmín. Era Ella.
Espantada, Melina cerró el cuaderno. Trató de tirarlo al cesto desde su cama pero el bloc corrió el mismo destino que el bollo arrugado, rebotó y voló hacia el centro de la habitación. Al caer se abrió como un paraguas y cayendo hacia abajo, formando una pequeña tienda de papel. Melina lo levantó, frustrada. El cuaderno le devolvió un retrato que había dibujado mucho tiempo atrás. Era Adrián. Melina recordó el momento en el que había hecho ese dibujo. Una clase muy aburrida de matemática, hacía unos cuantos meses. En esos momentos no se hablaban demasiado, solo intercambiaban saludos incómodos. Las pesadillas continuaban persiguiéndola por lo que no había dormido muy bien la noche anterior. Solo podía mantenerse despierta dibujando. Adrián leía con disimula una hoja impresa de alguna página de Internet. Melina había trazado su perfil sin que el chico se diera cuenta. Le gustaba ese retrato. Lo hacía parecer tan distante, tan lejano. Y a la vez, tan cercano.
Melina recordó otro dibujo, esta vez el de Gianna. Había hecho lo mismo con ella, un retrato secreto, también de perfil, mientras su amiga trataba de tomar notas. Gianna tenía muchos problemas para estudiar, tendía a olvidar lo estudiado con frecuencia. Era la única de las tres que padecía problemas de memoria “académica”. Melina y Adrián tendían a olvidar detalles de su familia, de ellos mismos o de entorno más cercano. Gianna, por otra parte, tendía a olvidar aspectos de sus relaciones con otra gente, nombres, rostros, fechas. Por eso tendía a evadirse, a salir con desconocidos. Y por eso le costaba tanto estudiar. En su retrato quiso plasmar esa preocupación, ese esfuerzo agazapado en su ceño que ella, con su ojo artístico, lograba ver con tanta transparencia. Pero terminó por evocar algo parecido a la tristeza.
El cuaderno de dibujo de Melina era un muestrario de cosas disímiles que habían llamado su atención alguna vez. Pero entre las hojas faltaba algo. Melina se percató por primera vez de que había dibujado toda clase de cosas y personas. Menos a ella misma. Había tenido un profesor de dibujo alguna vez, cuando tenía doce años. Les había hecho hacer un ejercicio: copiarse frente a un espejo. Pero no recordaba haber terminado esa tarea. Quizás lo había olvidado. Aquello era curioso, sabía detalles de sus amigos que desconocía por completo de ella misma. Podía intentar conocerse más ahora, ahora que todo parecía derrumbarse y temblar.
Tomó el lápiz y se sentó en su cama. Desde allí, el espejo de su armario reflejaba su perfil. Melina comenzó a copiarse de la misma manera que lo había hecho con sus amigos. Era difícil, pero al dedicarse por completo a la tarea logró serenarse poco a poco. Su cabello estaba atado en un rodete descuidado, como el de Gianna en su retrato. Su camisa arrugada y los recovecos de su oreja llevaron tiempo y mucho sombreado. El perfil de su nariz respingada se cubrió de pecas de grafito. No podía captar del todo la forma de su ojo. Borró y corrigió. Volvió a borrar. No era fácil copiarse de esa forma por lo que decidió hacer trampa. Tomó su celular y se sacó una foto a sí misma, tratando de respetar la pose. La foto no le agradó mucho, pero el dibujo estaba quedando bien. Se quedó mirando la fotografía por unos largos segundos. Su propia mirada era difícil de interpretar. Parecía perdida.