El Clan de las Rosas

01 | Rosas y Espinas

BARCELONA

OPERACIÓN «ESPINA»

ACTUALIDAD

La lluvia arremetía contra el parabrisas como un ejército de agujas, distorsionando el mundo más allá del cristal. Cada gota latía con la urgencia del corazón de Serena Jensen.

—¿Lista? —preguntó Jonás desde el asiento del copiloto.

Su voz apenas vencía el zumbido de los limpiaparabrisas. Serena no respondió. Tenía los ojos clavados en el edificio industrial frente a ellos: una mole de hormigón vencido por el óxido, rodeada de maleza y sombras, como si la ciudad lo hubiera olvidado a propósito.

No podía fallar.

No esa noche.

Nueve años después de aquel incendio, de aquella muerte, de aquel grito ahogado por la tormenta...

Él seguía como si nada.

Dorian Montrose.

El nombre aún le quemaba el paladar como veneno.

—Serena —insistió Jonás, girándose hacia ella—. ¿Estás bien?

Ella bajó los prismáticos con lentitud. Le bastó una mirada para que él entendiera que mentiría.

Jonás, su prometido, era un hombre paciente. Demasiado. Había aguantado las ruinas que su obsesión arrastraba, los silencios densos, las noches en las que su cuerpo dormía a su lado pero su alma seguía atrapada en el pasado.

—Estoy bien —dijo Serena.

Mentía.

Mientras ese hombre siguiera respirando, no podría estar bien.

Jonás suspiró, resignado.

—La señal llegará en cualquier momento. Solo... prométeme que no harás una locura.

Impulsiva.

Una palabra vacía cuando uno ha visto a su mundo arder entre llamas azules y ojos inhumanos.

Desde el coche, Serena volvió a enfocar el edificio. No se movía nada, salvo el parpadeo errático de las farolas, lanzando destellos sobre la fachada como si dudaran entre la vida y la muerte.

Y entonces, lo vio.

Una figura masculina emergió de la oscuridad, cruzando la calle con paso decidido. Su gabardina ondeaba bajo la lluvia como si fuera inmune a ella.

Dorian.

Incluso a esa distancia, su presencia era inconfundible. El porte erguido. La elegancia innata. Esa forma de caminar como si el mundo le debiera reverencia.

Serena sintió cómo la mandíbula se le tensaba. Solo tenía que salir del coche y apretar el gatillo. Un disparo preciso. Justicia al fin.

Pero esa noche no era por venganza.

O eso se repetía.

Como un mantra para no cruzar la línea.

—Tom Collins acaba de entrar —informó Jonás, señalando al corpulento empresario que seguía a Dorian.

Ella lo reconoció al instante. Socio, blanqueador, carnicero de cuello blanco. Pieza clave en la red.

Era ahora o nunca.

Serena tomó el transmisor.

—Aquí Alfa-1. Blanco confirmado. Repito, blanco confirmado.

La respuesta fue inmediata:

—Recibido, Alfa-1. Equipos en posición. Esperamos su señal.

—Adelante —ordenó.

Y la palabra le supo a sangre oxidada.

A través del parabrisas, vio a los agentes desplegarse con precisión quirúrgica. Figuras vestidas de sombra que se deslizaban entre contenedores, rodeando el edificio como depredadores pacientes.

Todo parecía controlado.

Pero algo no encajaba.

Un escalofrío le recorrió la espalda, helado y súbito.

Como si el mundo acabara de inclinarse sin avisar.

Un estruendo sacudió el interior del almacén.

Cristal, metal, voces.

Serena no dudó.

Agarró su arma y abrió la puerta.

—¡Serena! —gritó Jonás, sin tiempo de alcanzarla.

La lluvia la golpeó como un muro líquido. La ropa se le pegó a la piel, pero ella ya era solo instinto. Corrió hacia la entrada, guiada por una fuerza que no tenía nombre. No era protocolo. Ni siquiera justicia.

Era él.

Dentro, el aire era espeso. Olía a humedad, óxido... y algo más. Una carga en el ambiente que no se explicaba con ciencia. Una vibración antigua, eléctrica, que le erizó la piel.

—¡Deténgase! —gritó un agente.

Disparos.

Voces.

Caos.

Serena se movió entre haces de linterna y cuerpos en tensión, con la precisión de quien ya ha estado en el infierno. Al fondo, entre sombras que se abrían como alas, lo vio.

Dorian.

Caminaba con una calma imposible, atravesando el fuego cruzado como si los disparos no fueran para él. Como si todo esto ya estuviera escrito.

—¡Montrose! —gritó Serena, apuntándole.

Él se detuvo.

Se giró.

Y sus miradas se encontraron.

El tiempo se detuvo.

Un escalofrío le subió por la columna. Sus ojos, azul profundo, no eran del todo humanos. Había en ellos un eco... una reminiscencia de otra era. Como si el alma que la miraba a través de ellos tuviera siglos.

—Inspectora Jensen —dijo él.

Su voz era suave. Demasiado. Tenía un eco que no encajaba en este plano.

Serena tragó saliva, firme el pulso, aunque el corazón le golpeaba las costillas como un tambor de guerra.

Dorian alzó las manos. Sonrió, apenas.

Ella no bajó el arma. Sacó las esposas.

—Queda usted arrestado, señor Montrose —declaró.

Mientras le leía los derechos, una patrulla llegó desde atrás. Lo esposaron sin resistencia. Él no forcejeó. No preguntó. Solo la observó. Y en esa mirada había algo que la desarmó más que cualquier golpe.

Algo que no entendía.

Pero que la inquietaba de forma visceral.

La operación continuaba.

Los agentes registraban el edificio.

Pero Serena ya lo sabía.

Esto no había terminado.
Ni siquiera había empezado.




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