El Clan de las Rosas

02 | Serena

MADRID
HACE 2 AÑOS

La noche era oscura, pesada, contrastando con el resplandor arrogante de los rascacielos y los destellos de los flashes que cubrían la noticia del año. El Congreso Nacional de Empresarios celebraba su duodécima edición, y figuras influyentes desfilaban para presentar sus propuestas de negocio como si aquello fuera una alfombra roja.

Yo permanecía oculta, agazapada junto a un pequeño parque con un estanque artificial. Mi respiración era cada vez más rápida, inestable. La mano me temblaba alrededor del arma que había conseguido en el mercado negro. No debía estar allí.

Pero ya no me importaba.

Todos los pasos, todas las investigaciones, todo el esfuerzo por alcanzarlo… habían resultado inútiles.

Dorian Montrose.

Siempre perfecto. Siempre elegante.

Demasiado perfecto para ser real.

Y con demasiados amigos en la policía.

Su nombre me robaba el sueño. Me llenaba de pesadillas. Era el hombre implicado en la muerte de Óscar, mi marido. Y ahora, estaba allí. Impasible. Como una pintura intocable. Caminando hacia un coche aparcado al final de la calle, ignorante de la sombra que le observaba entre los árboles.

No lo pensé. Mi cuerpo reaccionó antes que yo.

Salí de mi escondite con el arma alzada, directa a su pecho.

—¡Montrose! —grité, con la voz rota por la rabia.

Él se detuvo. No parecía sorprendido. Tampoco asustado.

Su belleza gélida resaltaba bajo la tenue luz de las farolas. El traje negro, impecable.

Giró lentamente la cabeza hacia mí, y sus ojos —de un azul imposible— destellaron con una luz ajena.

Por un instante, sentí como si una mano invisible me sujetara la garganta. Una presencia helada, no física, pero tan real como el acero que empuñaba.

—¿Quién eres tú? —preguntó, con esa voz suave y afilada, como terciopelo sobre cristal.

—Soy alguien que te va a hacer pagar por tus crímenes —dije, apretando los dientes, luchando contra el temblor en mi mano.

Avancé un paso. Él no se movió.

Había imaginado ese momento una y otra vez. La confrontación. Su confesión.

Y, sin embargo, allí, frente a él… algo se deshacía dentro de mí. La pistola temblaba. No era miedo.

Era otra cosa. Una oscuridad que parecía irradiar de su interior.

Él dio un paso hacia mí. Con calma. Con la soberbia de quien sabe que no será alcanzado.

—¿Hacerme pagar por qué, exactamente? —dijo, con una sonrisa apenas perceptible. Bastó para hacerme arder por dentro.

—¡Óscar Blanco! —mi voz se quebró. Las lágrimas nublaban mis ojos, pero el arma seguía firme, apuntando a su corazón—. Lo mataste.

—Ah… ya veo —dijo, como si recordara el título de un libro olvidado—. Usted es la inspectora Jensen.

Dio otro paso. Ignoró el cañón frente a él como si fuera un detalle menor.

—Me habían dicho que era incorruptible. Formal. De las que se creen el sistema. Pero mire dónde está… infringiendo la ley.

—¡Cállese! —grité.

Odiaba su voz. Su calma. Su seguridad. Ese magnetismo enfermizo que me hacía querer… acercarme y alejarme a la vez.

—Tiene los ojos de quien busca respuestas desesperadamente —dijo, más cerca—. Pero… ¿qué hará cuando las encuentre? ¿Está segura de poder soportar la verdad?

Y entonces, ocurrió.

Un vértigo súbito.

Mis brazos se entumecieron. El arma descendió, despacio, como si ya no me perteneciera. Intenté resistirme, pero algo me robaba la voluntad, como una sombra colándose en mi mente.

No podía moverme. No podía luchar.

No era yo.

—Buena chica —susurró él, con una sonrisa que se incrustó en mi memoria como una espina.

Quise gritar. Quise correr.

Pero mis piernas cedieron.

Caí.

Oscuridad.

Mi último pensamiento fue para Óscar. Su rostro. Su risa.

Y la certeza helada de que Dorian Montrose me había dominado mentalmente con un poder que escapaba a toda lógica humana.

Desde entonces, las noches se volvieron un torbellino. Pesadillas viscosas. Sensaciones que no sabía explicar.

Me despertaba jadeando, con la garganta seca, las manos temblorosas y el pecho ardiendo, como si algo oscuro hubiera anidado dentro de mí.

Pensaba en él.

En su mirada.

En la forma en que mi cuerpo se rindió sin permiso.

Como si una parte de mí hubiera dejado de pertenecerme.

Una semana después, hice lo impensable.

Estaba en mi apartamento. Había atado una soga a la viga del techo.

No era tristeza lo que me empujaba. Era desesperación. La angustia de saber que algo… algo que no era mío me habitaba.




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